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“...Aquellos felices, infelices, lejanos días, se me antojan ráfagas de una libélula trémula y veloz...”

Walter de la Mare (Memorias de una enana, 1921)

 

Yo desafiaba a cualquiera que se cruzara en mi camino y no necesitaba mucho para soltar aquello de “te espero a la salida”. Este tipo de combate escolar, ajeno a toda espontaneidad, ponía en marcha un complicado conjunto de pasos que lo convertían en un espectáculo. Cada contrincante contaba con su respectivo padrino u hombre de confianza. Éste era el encargado de deliberar con su par y fijar el horario del enfrentamiento.



 

 

Los cambios que se produjeron en mi comportamiento cuando entré en la Secundaria hicieron saltar todas las alarmas en mi casa. Supongo que el factor físico fue determinante. Ya en sexto grado, un año antes de finalizar la Primaria, sufrí una mutación considerable. Di el estirón en pocos meses mientras aparecían los pelos en axilas, pubis y ese horripilante primer bigote que no se terminaba de definir.



 

Primera Parte
Segunda Parte

Cuando me desperté, la enfermera me preguntó cómo estaba. Le dije que bien aunque me sentía un poco desorientado luego de haberme echado una siesta justo antes de la operación. Su cara parecía de yeso. Ojeras de color gris y el pelo pegado a la frente. Era amable aunque se  notaba que el turno había sido largo y que ya estaba sin fuerzas. Justo antes de que me tomara la presión, le pregunté:

 

“-¿Sabe usted a qué hora me llevarán al quirófano?”

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