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Marley y la domesticación del púber (II)

 

Yo desafiaba a cualquiera que se cruzara en mi camino y no necesitaba mucho para soltar aquello de “te espero a la salida”. Este tipo de combate escolar, ajeno a toda espontaneidad, ponía en marcha un complicado conjunto de pasos que lo convertían en un espectáculo. Cada contrincante contaba con su respectivo padrino u hombre de confianza. Éste era el encargado de deliberar con su par y fijar el horario del enfrentamiento. El lugar ya venía predeterminado por la tradición, la cortada Enrique S. Discépolo. Desde tiempos inmemoriales, esa callejuela, que une en zigzag a las avenidas de Callao y Corrientes, había sido testigo de peleas entre los alumnos del Salvador.

 

Una vez establecida la hora de la contienda, se corría la voz como un reguero de pólvora y allí podían congregarse hasta cuarenta o sesenta chicos ansiosos por ver algo de boxeo callejero. Eran usuales las suspensiones de pelea ya sea por problemas logísticos -demasiados espectadores despertaban las sospechas de los curas- o por desistimiento de alguna parte. Las que sí se concretaban no llegaban, sin embargo, a colmar las expectativas del público. Un par de cruces de golpes y rápidamente se proclamaba al ganador. Si ojos, nariz o boca comenzaban a sangrar, los padrinos podían suspender la lucha.

Recuerdos coherentes de la cortada Discépolo tengo sólo dos y en ambos aparezco como un mero espectador. Innumerables fueron, no obstante, las ocasiones en que deseé batirme a duelo con el Garza o el Azulejo paraguayo. Astutamente, ellos nunca se movían solos y tenían mutuamente cubiertas sus espaldas. Eran auténticas hienas.

 

Un mediodía que volvíamos desde Ituzaingó, donde estaba el campo de deportes, los Semen Boys entonaron desde el fondo del autobús una canción en la que me sugerían abandonar el colegio. El estribillo decía que la Falla Humana podría llegar a ser contagiosa. Aguanté las lágrimas como pude hasta llegar a mi casa. No quería por nada del mundo que me viesen llorar pero entendí el mensaje. Me burlarían hasta tanto no cambiase mi prepotencia.

Me resultaban interminables los recreos, nadie quería jugar conmigo ni tampoco podía ser parte en los picados de fútbol que se organizaban porque ninguno de los capitanes de equipo me elegía.

 

Dicen que las desgracias se ciernen sobre uno sin que al parecer existan causas concretas. ¿Era aplicable esto a mi caso? Desde luego que no. Yo mismo me había buscado aquel calvario. Volvía del colegio con el ánimo por los suelos. Toda la rabia contenida, la violencia no ejercida contra mis rivales, la descargaba con mi hermana o mi madre. Después de los accesos de furia, los gritos y portazos, me encerraba en la habitación a mirar el techo, imaginando la forma en que me vengaría de la banda de espermáticos.

 

La llegada de las vacaciones de invierno, justo después de haber finalizado el Mundial de Fútbol de Italia ’90, supuso un bálsamo, una tregua. Por un par de semanas, que luego resultarían decisivas en mi vida, no tuve que ver las caras de mis enemigos ni soportar sus afrentas. Una tarde, mientras distraído hojeaba una revista que estaba en la cocina, escuché por primera vez “Trenchtown Rock”. Quedé conmovido por aquella potente voz, confortablemente atrapado por la cadencia de aquel ritmo pegadizo. Sin llegar a entender el contenido completo de su letra, sentía que tenía un mensaje directo para mí: “One good thing about music, when it hits you fell no pain” (“una cosa buena de la música, es que cuando te golpea no sientes dolor”). Al finalizar la canción, el locutor radial dijo que se trataba de un clásico de Bob Marley, “el Rey Mundial del Reggae”.

 

Hasta ese momento no le había prestado mayor atención a la música y escuchaba lo que estaba de moda: el dúo Erasure, el house y otras variantes comerciales del techno que llegaban con retraso desde Europa a la Argentina. El primer casete de Marley que compré, “African Herbsman”, hablaba de un pueblo sometido, esclavizado durante cuatrocientos años y obligado a olvidar sus raíces. África era considerada el hogar ancestral de los negros y al cuál debían volver para reencontrarse con la identidad perdida.

 

El mensaje político era que había llegado el momento de la redención, de rebelarse ante el opresor blanco (babylon system) y construir el propio destino. Para alcanzar dicho cometido, están las directrices del rastafarismo. Un peculiar movimiento, iniciado por Marcus Garvey a comienzos del siglo XX, con elementos religiosos tomados del Antiguo Testamento y que propugnó el éxodo a África. Se incluye también la adoración de un dios, Jah, encarnado en la figura de un infame emperador de Etiopía llamado Tafari Makonnen Woldemikael y reverenciado bajo el apelativo de Haile Selassie. En esos fríos días de julio, a punto de cumplir los catorce años, me sumergí en todos los libros que encontré sobre Marley, sobre Garvey y la historia contemporánea de Jamaica. Entre los nuevos casetes adquiridos, Natty Dread, Burnin’, Talkin’ Blues, Survival, encontré referencias al amor, al baile y a las buenas vibraciones. Letras en un inglés casi incomprensible acompañadas de dulces melodías, bajos graves y percusión contundente. Según lo que leí, el reggae fue la mezcla perfecta del calypso con el ska y el rhythm and blues.

 

No sé cómo lo logró, y todavía me maravillan sus efectos terapéuticos, pero aquella música de Jamaica trajo a mi vida la afabilidad. Cuando volví al colegio, finalizado el receso invernal, era otra persona. Compartí entusiasmado con mi primo Manuel el hallazgo musical. Él, por aquella época, escuchaba a Bruce Springsteen pero en un santiamén Bob lo atrapó entre sus redes. Nos pasábamos las tardes traduciendo las letras de su cancionero y observando los conciertos, en los viejos VHS, con atenta frialdad. Habíamos buscado por todas las galerías porteñas colgantes y pulseras con los colores de la bandera etíope: verde, amarillo y rojo.

 

Estaba embelesado con los tirabuzones del cantante y con sus movimientos sobre el escenario, todo exudaba una mezcla de belleza y autenticidad. Una mística natural combinada con la lucha tercermundista. También estaba el tema de la marihuana. Los rastas la consideran una planta sagrada que al ser fumada les permite contactar con lo trascendente. Yo tardaría algunos años más en probarla, pero lucía orgulloso una camiseta impresa con los versos de la canción “Kaya” y la ilustración de una Cannabis Sativa adornada con sus brillantes cogollos recién florecidos.

 

No es casualidad que la explosión internacional del reggae se haya producido en pleno proceso de descolonización, de luchas por los derechos civiles y de empoderamiento de las minorías frente al etnocentrismo occidental. Quizá, por ello, no era del todo disparatado que un adolescente como yo simpatizara con los perdedores que luchan y no con los arrogantes que cortan el bacalao. La paradoja era esta: en la Buenos Aires de comienzos de los ’90, como en la Argentina de todas las épocas, prácticamente no había negros y mucho menos rastafaris. Mi identificación con éstos sólo podía producirse en términos estéticos, no ideológicos, ni religiosos o políticos. No podía unirme al club rasta del barrio ni a nada similar. Lo curioso del asunto fue que sumergirme en la humedad del reggae hizo que me olvidara de mi afán por imponerme a los demás o de demostrarles superioridad física. Ya no tuve que esforzarme por reprimir mis impulsos destructivos. Busqué desarrollar un espíritu abierto y curioso ante las diferencias. A partir de ese invierno dediqué mi energía a escuchar música, aprender cosas de ella y también de los demás. A finales de aquel mismo año o comienzos del siguiente, formamos con tres amigos nuestra propia banda, “Los Morlacos”, pero no para enfrentarnos a nadie sino para compartir nuestra pasión por el rock de los ’60: Beatles, Rolling Stones, Led Zeppelin, The Doors. Dicen que la música amansa a las bestias. Me gusta pensar que Marley colaboró decisivamente en mi domesticación.

Por cierto, buena parte de los antiguos Semen Boys son en la actualidad mis hermanos de la vida, mis amigos más íntimos y queridos.

 

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