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El Gran Gatsby/ Anna Karenina

Soy de los que antes de ir al cine, estudian con detenimiento la cartelera, planean el horario de la sesión y elijen cuidadosamente la película teniendo en cuenta el nombre del director,  los actores, o algún otro dato relevante que sirva como indicio de calidad. Con calidad no me refiero necesariamente a cine de autor ni al raro que proviene de países exóticos, sino al que es capaz de contar historias en las que están involucrados seres humanos. Me llega más el lado del malestar existencial, los quiebres o las tragedias que atraviesan los personajes que el lado amable de los enredos, la salida fácil o el drama liviano. No puedo soportar la ciencia ficción, las películas románticas gelatinosas ni las comedias hollywoodenses producidas como chorizos. Tampoco las de héroes que salvan al mundo de alguna catástrofe. Haberme criado con Sylvester Stallone, Arnold Schwarzenegger y Bruce Willis en la gran pantalla, hace que la cuota de acción y disparos esté ya cubierta para el resto de mis días. Evito las pelis de terror en cualquiera de sus variantes como así también las remakes.

Nunca leo las sinopsis previamente y mucho menos veo los avances. Me fascina el factor sorpresa respecto a películas y directores aunque también voy a lo seguro. En este sentido, si  Martin Scorsese, François Ozon, Paul Thomas Anderson, Goran Paskaljevic o Roman Polanski estrenan una película, yo saco mi entrada sin titubeos. Si se trata de Werner Herzog, la noche anterior no pego ojo a causa de la expectación.  A pesar de considerarme a mí mismo una persona razonable y a  favor de las libertades individuales, prohibiría terminantemente que se coma en el cine. ¿Qué necesidad hay de hacer dos cosas al mismo tiempo cuando una de ellas es ver una película? La masticación de las palomitas de maíz me pone los nervios de punta, así como me exaspera los que llegan tarde a la función y obligan a los demás a ponerse de pie y, por consiguiente, aumentar el ruido o tapar la visión de la pantalla. Por último, siento la necesidad de advertir que pocas cosas me ponen de tan mal humor como el sonido de un teléfono móvil en mitad de una película.

Como se podrán imaginar, al cine voy solo y en una sala vacía o semivacía estoy más contento que un tonto con un lápiz.

En cuanto a los críticos respeto al célebre Carlos Boyero porque escribe de maravilla y no se casa con nadie,  pero su mordacidad y su látigo me resultan cansinos. He llegado incluso a preguntarme cómo puede ser tan cascarrabias un tipo al que le pagan desde hace años por ver películas y soltar unas líneas.  

Este extenso preámbulo para comentarles que contadas veces tuve que abandonar un cine antes de que finalice la película. La última fue esta misma semana y se trató de “El Gran Gatsby”. Un auténtico bodrio dirigido por Baz Luhrmann y protagonizado por el incombustible Leonardo DiCaprio. Un actor inclasificable del que lo único que me atrevo a afirmar es que es millonario, guapo y famoso. En la línea de Brad Pitt pero no tan de izquierdas ni tan sensible a las calamidades que azotan al mundo. Un tipo más bien inclinado hacia el conservadurismo político y moral pero sin llegar a los delirios de un Tom Cruise o un Mel Gibson.

Teniendo en cuenta el precio de las entradas, uno se lo piensa bien antes de buscar la salida pero aquella noche en la butaca me sentí más incómodo que un pingüino en una sauna. Qué película más frenética, mareante y estúpida.  Aguanté pacientemente durante una hora y  cuarenta minutos, pero faltando todavía una interminable media hora más para su fin, decidí que fuera el mío. La bronca de haber tirado el dinero no se equiparó con la desazón que me produjo el malogrado plan. No podía quejarme ante nadie, yo mismo había caído en la trampa atraído por el título. “El Gran Gatsby”, de F. Scott Fitzgerald, es la mejor novela sobre los años locos en la costa este de los Estados Unidos. Un retrato de Nueva York y Long Island a través de las fiestas, los night-clubs y el síndrome del gran gastador. El alocado ritmo de vida que llevaban los aristócratas y los nuevos ricos empapados de champagne. En el bando de los primeros, Tom Buchanan, heredero de una gran fortuna, jugador de polo, mujeriego empedernido y marido de Daisy. En el segundo bando, Jay Gatsby, un personaje rodeado de misterio que representa al prototipo del self made man. Su pasado se pierde en una nebulosa de rumores y tampoco se sabe en qué consisten sus negocios pero ha ganado millones de dólares y se ha comprado un castillo cerca de donde vive su enamorada. Ésta no es otra que Daisy Buchanan.

El personaje que actúa de bisagra entre estos dos mundos es Nick Carraway, un escritor principiante llegado del Medio Oeste  a la gran ciudad para hacer realidad su propio sueño americano. Es primo de Daisy y se hace amigo de Gatsby, con lo cual actúa de intermediario entre ambos. En la novela de  Scott Fitzgerald se habla de un mundo que se encamina hacia la autodestrucción, la atmósfera de una huida hacia adelante. Debajo de la marcha de los años dorados del jazz, avanzaba raudamente el óxido de sus pilares. A finales de la década de 1920, la fiesta se acabó de forma repentina. La caída de la bolsa en Wall Street y la posterior depresión económica arruinaron los destinos de millones de personas.

La sutil y profunda descripción de esta época ofrecida por Scott Fitzgerald está completamente ausente en la película de Luhrmann. Uno se podría inclinar a pensar que el problema es la relación del cine con los clásicos de la literatura. La escritura parece contar con unos poderes creativos de los que carece la imagen y por ello muy pocas veces ha funcionado la traslación de las grandes obras a la pantalla. Si nos situamos ante una narrativa poderosa y épica como la de León Tolstói -capaz de entonar con maestría las pasiones, el ansia de amor  y el desgarro espiritual- su traducción al lenguaje cinematográfico resulta una quimera.

 

Sin embargo, el buen trabajo realizado por el director Joe Wright en “Ana Karenina” demuestra lo contrario. Considerada como una de las mejores novelas de todos los tiempos, su nueva adaptación al séptimo arte supo sortear con éxito los obstáculos que se le presentaban.

En primer lugar, la complejidad que suponía mostrar de una forma brutal, como lo hace Tolstói, la naturaleza del amor sensual y conyugal  junto con los motivos fundamentales de la vida: desear, errar, destruir, perder, ganar, morir. Uno de los mensajes principales del escritor ruso es que la búsqueda de la felicidad puede provocar un cúmulo enorme de sufrimientos. La película da cuenta de éstos y bebe del drama sin convertirse en un melodrama.

En segundo lugar, Ana Karenina no sólo es el relato del camino tortuoso del eros sino que también  revela a la familia, en sus contradicciones y ambivalencias, como el lugar sentimental en el que los individuos se asoman al mundo. La osada apuesta de recrear a las familias de la alta sociedad rusa decimonónica mediante escenas teatrales constituye el mayor acierto de Wright. La ambientación y ejecución de los bailes de salón, como así también los encuentros y reuniones, resultan convincentes porque están resueltos desde la libertad estética y no como mímesis de ejercicios cinematográficos anteriores ni como recreaciones historiográficas precisas.

Por último, y para ir terminando,  las actuaciones de Keira Knightley, interpretando a Ana Karenina, y de Jude Law, en el papel de su marido, Alekséi Aleksándrovich Karenin,  son más que convincentes. Mientras que la defectuosa e insulsa  interpretación de Aaron Taylor-Johnson como el Conde Vronski, amante y pretendiente de Ana, no llega a empañar los méritos de un solvente reparto de actores secundarios. Salvo por este efímero detalle, se puede pasar un rato agradable viendo “Ana Karenina” y a no preocuparse por el tiempo ya que la larga historia de esta novela, más de 700 páginas en su versión española, se reduce a dos horas de visionado.

 

LEV NIKOLAYEVICH TOLSTOY

FRANCIS SCOTT KEY FITZGERALD

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