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La Fórmula Duchamp

Cuando me desperté, la enfermera me preguntó cómo estaba. Le dije que bien aunque me sentía un poco desorientado luego de haberme echado una siesta justo antes de la operación. Su cara parecía de yeso. Ojeras de color gris y el pelo pegado a la frente. Era amable aunque se  notaba que el turno había sido largo y que ya estaba sin fuerzas. Justo antes de que me tomara la presión, le pregunté:

 

“-¿Sabe usted a qué hora me llevarán al quirófano?”

 

Me miró con sorpresa.  -“Pero si usted ya ha sido operado. Fue a primera hora con el Dr. Fernández. En un rato le traerán la cena”- .

 

Levanté las sábanas con cuidado y allí estaba mi pierna derecha vendada desde el tobillo hasta la ingle. Un nuevo ligamento cruzado de rodilla. Tendido y parcialmente sedado, sentí la boca reseca. Dicen que sarna con gusto no pica, ya que nada me había obligado, excepto una hipotética vuelta al fútbol, a pasar por el cuchillo. ¿Valía la pena a estas alturas? ¿Quién puede decirlo?

 

Yo tenía mis dudas. Orillando las cuatro décadas, ya no hay potencia suficiente para grandes despliegues. Las convalecencias suelen durar más que antes y a uno lo pillan con las energías mermadas.  Tenía, eso sí,  la ilusión intacta como dicen en el gremio de los futbolistas. Futbolista, entendámonos, es el que juega al fútbol, cobre o tenga que pagar por ello.  

En los últimos tiempos me había rondado la idea de hacerme hueco en algún equipo de veteranos. En Madrid, sabía que unos colombianos entrenaban en la Casa de Campo y unos argentinos que se juntaban cerca del Hospital 12 de Octubre. En Buenos Aires, tenía claras opciones de entrar en  el campeonato creado por mis amigos, la “LFP” (Liga del Fútbol Podrido). En ambos casos, calvos y panzones que juegan un miércoles o un jueves a la noche para digerir mejor la semana. Correr un poco, tocar el balón, todo como en cámara lenta. Casados contra solteros y movidas así, después unas cervecitas.  Cada tanto, unos tragos post cerveza y un poco de quilombo.  

 

El tufo en la habitación del hospital era una contienda entre el olor a cuerpo enfermo y el desinfectante que intentaba neutralizarlo. Las ráfagas de aroma a mierda se continuaban de otras igualmente nauseabundas como la del iodo antiséptico. Mi compañero de habitación hablaba hasta por los codos.  Sin venir a cuento, me describió cada detalle del palo que se había dado con la moto. Fue un domingo en el que Iba a comprar el pan en compañía de su hijo. Las calles casi desiertas. Al llegar a un semáforo, con la luz en amarillo, no calculó bien el frenado y chocó a un Seat al que le costaba arrancar. El niño salió ileso pero sobre él cayó todo el peso de la máquina. En dos cirugías consecutivas, le colocaron un fijador para unirle la pelvis y le arreglaron un par de fracturas expuestas. Sobre el lado izquierdo de la pierna y la cadera lucía una estructura metálica de varillas y clavos insertada directamente en sus huesos principales. El ridículo camisón, en un oso con más de ciento cincuenta kilos, no ocultaba nada. Había algo macabro en el espectáculo de su carne desgarrada. Hubiese preferido correr la cortina que colgaba entre nuestras camas, o simplemente mirar para el otro lado pero él no dejaba de insistir con la charla. Incluso me presentó a su mujer, a sus tres hijos, a la cuñada y a su marido, a los compañeros de trabajo y a sus respectivas esposas. Todos ahí, hablando sin parar y a los gritos, haciendo bromas sobre el accidente.  

 

Hace veinte años yo ya había pasado por esto. Fue también una rotura de ligamento cruzado en un partido de fútbol cinco. El césped sintético, siempre traicionero, es un campo minado para las articulaciones. El que saltó a cabecear conmigo, escuchó un “crack” apenas toqué el suelo. Un sonido similar al que se oye al descuartizar un pollo. Con mucho dolor fui hasta un asiento y me pusieron hielo. La cosa tenía mala pinta.

 

Después de un tiempo dando vueltas con traumatólogos inexpertos en lesiones deportivas, el diagnóstico estuvo claro gracias a una resonancia magnética.  El cirujano fue  el mismo que ya había operado a mi abuela y a dos de sus hermanas. Un especialista en la implantación de caderas de titanio y rótulas de plástico. Muguerza, creo que se llamaba, el Dr. Muguerza. No debía ser mal tipo pero la cicatriz que me dejó aún impresiona.

 

De casi todo hace ya veinte años, decía el poeta Gil de Biedma. Y eso mismo pensaba yo,  en una esquina en la que quise revolear las muletas al carajo. Esperaba con frío un cambio de semáforo. Había transcurrido una semana desde el alta hospitalaria. La pierna tajeada, cocida y con dos tornillos. “Alta carpintería”, según lo definió el cirujano en mi primer control postoperatorio. Yo sentía como si debajo de mi rótula hubieran revuelto un guiso.  Me cayeron veinte años encima.

 

Todo, en definitiva, tiene que ver con la manera en que percibimos el paso del tiempo. Vaya novedad, o como decíamos cuando éramos chicos, y estábamos lejos de las lesiones: “chocolate por la noticia”.   

Organizando mis recuerdos de las primeras semanas de rehabilitación, los resultados no fueron demasiado estimulantes. Se trató de una temporada de lentitud y soledad, pero nada armónica. En sesiones de una hora cada mañana, el kinesiólogo hacía su trabajo. Bromeaba con que lo suyo eran las torturas.  Yo sonreía por compromiso, pero en aquella camilla sentía como si me clavaran agujas de tejer.

 

Fueron también días de sofá y cama, flotando en ese caldo denso que genera el invierno dentro de las casas. Comida congelada al microondas y café, hectolitros de savia negra. A cada rato buscando la posición para sentarme, leer, cagar o comer. A cuestas con la pierna boba. La amargura de la inmovilidad y la dependencia.  Pedir ayuda para los zapatos, el pantalón y las medias. En la ducha, el miedo a resbalarme y quedar tendido en el suelo como una tortuga dada vuelta.

 

El menos veloz de la calle. La sensación de que la vida sigue a su propio ritmo y a nadie le interesa lo jodido que esté uno.  La desventaja me abrumaba. El tiempo se volvió elástico, diferido. Se salteaba los límites cronometrados que mi costumbre había impuesto: quince minutos hasta el colegio, veinte hasta la estación de tren, tres a la boca del metro. Viviendo en el centro, casi todo se hace caminando. Mis hábitos se volvieron  imposibles. Cualquier traslado se convertía en una odisea. Los desniveles de la calle, un suplicio. Dolores de todo tipo, particularmente lumbares, sobrecarga en la otra rodilla y los músculos entumecidos o próximos al calambre.

 

A las esquinas llegaba al mismo ritmo que los viejunos. Sus bastones y mis muletas parecían reconocerse y tener buena onda. Sólo les faltaba ponerse a charlar o comentar el clima. Yo, en cambio, me sentía superfluo. Dentro de mi rudimentaria cabeza se peleaban la vulnerabilidad y el orgullo. La maldición del cálculo del tiempo y la conciencia de lo que uno se pierde por lento. Por ser el último.

Así iba yo, llegando tarde a todos lados. Formando parte de la tribu urbana de los rezagados. El bando de los viejos y los cojos.

 

Mientras escribo esto, pienso en el tiempo y en el movimiento. ¿Qué significó pararse, detenerse y salir del mundo rápido? En aquellos días de recuperación, las cosas sucedieron a otra velocidad, bastante más lenta, y por eso hubo tiempo para que se colara también la tristeza. Me gustaría creer que hay tristezas que nos limpian la mente y que nos sanan el corazón,  pero a medida que mi rodilla se fue recuperando volvieron los tiempos cronometrados y las prisas constantes.  Esa forma de andar por la calle en la que hay una hosca precipitación. Y otra vez la maldita constatación de que no hay tiempo suficiente.

La fórmula vital de Marcel Duchamp siempre me resultó acertada. Fue un sabio en eso de emplear el tiempo. Sin dudas, se trató de su mejor obra de arte. Desde una visión productivista de la vida, se dedicó a derrocharla. Pasaba largos períodos de ocio, en los que parecía abandonarse a la nada, sin lamentarse en ningún caso por la pérdida de oportunidades o prestigio. Cuando estaba en la cima de su fama internacional, decidió dejar la actividad artística para jugar al ajedrez.  Con su andar errante y ligero de equipaje, sin trabajo ni domicilio fijo, no sufrió el paso del tiempo. Se hizo su dueño gracias al desapego y al principio “silencio, lentitud, soledad”. La fórmula Duchamp.

 

 

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