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La France

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Basilique de Saint-Eutrope, Saintes                   @laformuladuchamp

Mi relación con Francia viene desde chico. Mi abuela materna nos cantaba canciones de cuna en francés y me crié mirando postales en blanco y negro del Mont Saint Michel y la Catedral de Chartres. Mi hermana luego se casó con un bretón y formaron su familia en París, con lo cual los visité muchas veces y ahora mi cuñado es un gran amigo. Una vez, en la consulta de un numerólogo me dijeron que en el pasado yo mismo fui francés. Allá por el siglo XVI. Un gentilhombre dedicado a las letras. Como fue hace mucho tiempo, ya olvidé la lengua pero conservo intacto el amor por los quesos, los vinos, los palacios y las baguettes. Más cerca en el tiempo, acabo de pasar diez días con todos mis seres más queridos en la preciosa Saintes. Sus casas bajas de dos plantas son de color blanco por la roca cálcarea y paseando por sus calles me sentí como el jovenzuelo protagonista de la peli de Louis Malle "El soplo al corazón".

Navegando por el río Charente, caminando por Saint Sauvant, llegando a Cognac, sentí una vez más el síndrome de Stendhal. Una suerte de enfermedad psicosomática que causa un elevado ritmo cardíaco, vértigo o incluso alucinaciones cuando uno es expuesto a una sobredosis de belleza.

Regresando de Nueva Aquitania, pasamos a visitar a mi amigo Antonio que vive en Talence, pegado a Bordeaux. Charlando sobre el carácter francés, al ritmo de un vino rosado bien frío, nos habló de la paradoja francesa. Un país único, al que consideramos cuna moderna del principio de Igualdad y en el que a su vez hay una marcada exaltación de lo elitista.

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