top of page

El régimen del pienso/ Hannah Arendt

En el término de una semana me he asomado, gracias al teatro y al cine, al pathos catastrófico de nuestra época. No se trata del pesimismo apocalíptico que se complace en anunciar que vivimos en el peor momento de la historia de la humanidad, sino de dos expresiones intensas que miran de frente la puesta en práctica de una fría simbiosis de barbarie y racionalidad. El diagnóstico está centrado en un tiempo, el de la peor herencia que nos dejó el siglo XX, que burocratiza la vida y la muerte volviendo a ambas superfluas. Un mundo kafkiano en el que los individuos se encuentran desarraigados del tejido de los afectos humanos y conducidos hacia el absurdo y el vacío, nombres que también podríamos asignar a ese gran misterio que es la muerte.

En la franja central del espacio construido por estas variables, se nos presenta la pesadilla de un sistema despersonalizado que impone terribles condiciones. Se trata de asistir, completamente estupefactos, al espectáculo del mal en el mundo. La novedad es que no hay “malos” a la vista. La  destrucción física y espiritual del ser humano es como la tramitación de un expediente. Sigue su curso, va por etapas y alcanza su resultado óptimo si cumple con una serie de plazos y requisitos previamente establecidos. Se trata de un macabro procedimiento que desdibuja o, mejor dicho, destruye  la posibilidad misma de la responsabilidad.

 

Empecemos por la obra el Régimen del Pienso, escrita por Eusebio Calonge y dirigida por Paco de la Zaranda. En el evangelio según La Zaranda, Teatro inestable de Andalucía la Baja, la actuación es tensión y es vida. No valen las medias tintas ni las poses vanguardistas, porque entre sus premisas se encuentra el no anclarse en fórmulas ni en rutinas. Es acto de injusticia que esta experimentada y osada compañía teatral sea más apreciada afuera que dentro de las fronteras de España. 

El Régimen del pienso se desarrolla a partir de una poética teatral en la que hombres y cerdos se confunden. Se ha desatado una epidemia en las pocilgas que aumenta el índice de mortandad y disminuye el de la ganancia. Los miembros del personal de la empresa deben ser eliminados, de forma aséptica e indolora, en función de su rendimiento. Cualquier parecido con la realidad actual no es mera coincidencia.  Si a una entelequia como es el Mercado financiero le atribuimos la comisión de actos terribles y creemos en el carácter ineluctable de éstos: ¿ante quién se puede presentar una queja? ¿Quién es el responsable de lo que ocurre? ¿Tiene acaso identidad y figura propia?

Es el mal burocratizado en su quintaesencia. Sus proyecciones y efectos siendo terribles, tienen algo de indescifrables. Los engranajes de la industria porcina aplican un método de trabajo que conduce a la extenuación. Éste es el paso previo, ya agotado el último vestigio de humanidad, a la aniquilación. En el espacio escénico de la obra destacan los archivos, los ficheros, historiales médicos y las actas de defunción. La racionalidad instrumental llevada al paroxismo conduce de manera inexorable a una única dirección desprovista ya de cualquier atisbo de dignidad. El sentido de la vida atrapado en una jaula de hierro. La insensatez de este mundo del subsuelo genera  claustrofobia  y una urgente necesidad de rescate. El sinsentido de las escenas también se extiende al lenguaje, las palabras ya no nombran ni comunican nada y sólo sirven para aumentar el grado de confusión que lo impregna todo.   

       

Pasemos al séptimo arte. Hannah Arendt, dirigida por  Margarethe von Trotta y estrenada en 2012, es despareja. No llega a regalarnos lo que nos prometía: un encuentro con lo mejor del pensamiento filosófico contemporáneo. Ya se sabe que llevar la filosofía al cine resulta más que complicado. El lenguaje visual que apela a nuestra estructura emocional es incompatible con los conceptos, categorías e ideas con las que trabaja la filosofía. En este sentido, todo apuntaba para que una película sobre la filósofa alemana naufragara hasta convertirse en un auténtico fiasco o, lo que en cine es incluso peor, en un aburrimiento pertinaz. Esta película no es ninguna de las dos cosas pero tiene fallos groseros. Edulcora, hasta el extremo del kitsch, el romance que Arendt mantuvo con su maestro Martin Heidegger, filósofo enorme comprometido con el nazismo,  y lo hace mediante unos flashbacks de pésimo gusto. Por otro lado, su relación con la escritora Mary McCarthy recibe un tratamiento superficial y gelatinoso. Sin embargo, la figura de Arendt es de tal magnitud que aguanta lo que le echen encima y por eso encuentro una razón que, en mi opinión, justifica su visionado.

Hannah Arendt permite al espectador asomarse a los principales hitos de una vida que, más allá de haber estado consagrada al estudio y la reflexión, fue testigo del giro radical que dio la historia a partir de la aparición del régimen nazi. Esa herida constante en la civilización occidental que se produjo con el exterminio de millones de personas en los campos de concentración y exterminio. Arendt, en su condición de judía, conoció la persecución antisemita y pudo reconstruir su vida gracias al exilio en Estados Unidos. Destino común,  durante la Segunda Guerra Mundial, de filósofos judío alemanes como Leo Strauss, Hans Jonas, Horkheimer, Adorno, Marcuse, Löwith o Voegelin.  De este magnífico elenco de pensadores, que  enriquecieron la cultura estadounidense y fortalecieron su sistema universitario, la autora de Los orígenes del totalitarismo es, quizá, la más destacada.  Desde luego, el predicamento que gozan sus obras en la actualidad está más que justificado. Sus aportaciones a la filosofía política han sido esenciales ya que transformaron el estudio de cuestiones de primer orden tales como la de la libertad, la autonomía, el juicio moral, la democracia, el republicanismo cívico o la esfera común y pública.

La película, protagonizada por Barbara Sukova, se centra en la cuestión del mal radical a partir del juicio celebrado en Israel contra Adolf Eichmann, antiguo  teniente coronel de las SS, y al que la filósofa asistió como corresponsal del periódico New Yorker. Del análisis de este episodio, del que saldría su obra más famosa: Eichmann en Jerusalén. Un informe sobre la banalidad del mal, surge una de sus más agudas lecciones como filósofa: en el mal no hay ninguna grandeza.  En el mundo no hay naturalezas diabólicas ni males absolutos, sino la puesta en marcha de mecanismos racionalizados que aplican principios irracionales. Un tipo anodino, burócrata e insignificante puede convertirse en el peor genocida de la historia, incluso cumpliendo con su deber. Los que juzgaron a Eichmann insistieron en señalarlo culpable según su propia conciencia. El hecho que pasaron por alto, según Arendt, era que Eichmann no pensaba, más bien se limitaba a cumplir las órdenes que recibía.  Detrás de la producción a gran escala de asesinatos, hay un funcionario. Se trata de la más refinada versión de la barbarie moderna y ante la cual los magistrados israelíes se enfrentaron con herramientas jurídicas tradicionales y, por tanto, caducas.

Un amigo de la adolescencia, sin hábitos de lectura pero siempre ávido por hacerse con una cultura literaria-filosófica que le permitiese presumir en las reuniones, solía decir que no tiene sentido perder el tiempo con obras largas como Los hermanos Karamazov de Dostoievski o Guerra y Paz de Tolstói, lo mejor, según él, era esperar a que saliese la película. Hace mucho que no le veo, pero estoy seguro de que se sentirá contento de evitar la lectura de las obras de la filósofa mediante el visionado de Hannah Arendt . 

 

         HANNAH ARENDT 

EL RÉGIMEN DEL PIENSO

bottom of page