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Marley y la domesticación del púber (I)

 

Los cambios que se produjeron en mi comportamiento cuando entré en la Secundaria hicieron saltar todas las alarmas en mi casa. Supongo que el factor físico fue determinante. Ya en sexto grado, un año antes de finalizar la Primaria, sufrí una mutación considerable. Di el estirón en pocos meses mientras aparecían los pelos en axilas, pubis y ese horripilante primer bigote que no se terminaba de definir. Mi voz se volvió excesivamente grave, afloró la seborrea en mi piel mientras el aparato reproductor se ponía a punto para su cometido.

En mi fuero interno, seguía siendo un niño pero en cuanto me miraba en el espejo tomaba consciencia de que ya nada sería igual. Pasé de infante a púber bestial en lo que canta un gallo. Adquirí un tono áspero, hosco. Durante la denominada “edad del pavo” había vivido pendiente del cuerpo femenino. Por la televisión, en la calle, durante las reuniones familiares, siempre observaba detenidamente cinturas, caderas y culos. Daba igual que fueran primas hermanas, primas segundas o tías, eran mujeres. Aún recuerdo con nitidez a la pulposa profe de matemáticas de quinto grado y a mi madre constantemente repitiéndome aquello de “no te rasques en público”. Todo el santo día me la pasaba con las manos en los genitales. En aquellos tiempos, soñaba además con tener mi propio arsenal pornográfico pero la vergüenza ante el puesto de revistas me impedía incluso hablar con el quiosquero. Tampoco podía hacerlo, desde luego, con las chicas de mi edad. Un fervor tan grande por el sexo sólo iba a poder ser desplazado, al menos en parte, por otra pasión igualmente arrebatadora: la violencia. Ésta entró como un alcohol en sangre.

 

Ahí me veo, con mis doce años. Prácticamente había alcanzado la misma altura que tengo ahora, el mismo ancho de espalda, misma talla de zapatos y una cabeza significativa. Comencé a ocupar el puesto del final de la fila y algunos compañeros de clase sintieron temor ante mi tamaño y mis repentinos cabreos. Lo más desconcertante era que no respondían a ningún motivo. Me convertí en un pendenciero, acostumbrado a dar órdenes y a ser obedecido entre los de mi grey: “Vos Agustín vas al arco, vos Julián jugás conmigo y Alexis se queda afuera, le toca esperar hasta el próximo partido”; “Dame esa mitad de alfajor o te mato”; “Dejame copiar los ejercicios de química o ya vas a ver lo que te pasa”. Para imponer mi voluntad, no llegaba nunca a emplear los puños, bastaba con una simple amenaza. Si había reticencias, un empujón o golpe a mano abierta las disolvían. Mi fuerza era el principio de organización social dentro del grupo de compañeros.

 

La práctica del rugby y los entrenamientos en días de semana terminaron por afinar la musculatura de mis trapecios, hombros y pantorrillas. Aparentaba tres o cuatro años más de los que en realidad tenía. Para colmo, un compañero más grande me inició en el robo. Se trataba, en realidad, de pequeños hurtos que efectuábamos en un gran bazar situado cerca de la escuela. “Casa Tía” se llamaba y allí se podía conseguir de todo. Alimentación, electrodomésticos, ropa, medicamentos, artículos de ferretería. Nuestro modus operandi era siempre el mismo, nos dirigíamos a la sección de papelería y arrasábamos con los bolígrafos, las gomas de borrar o los sacapuntas. Salíamos con los bolsillos del uniforme repletos de cosas y luego nos repartíamos el botín en partes iguales. No era solamente el deseo de poseer la mercancía lo que nos empujaba a la tienda, no era sólo la adrenalina que se despertaba ante la posibilidad de ser descubiertos: queríamos obrar mal, eso era todo. Durante varias semanas repetimos el ritual hasta que un día nos pescaron con las manos en la masa. Fingimos estar muy arrepentidos hasta el punto de que simulé un desvanecimiento. Un viejo truco pero muy efectivo. El tipo encargado de la seguridad se apiadó y nos dejó ir aunque previamente apuntó nuestros nombres para denunciarnos ante la dirección de la escuela.

 

A la semana siguiente mi madre fue citada y estuve a punto de ser expulsado. La espada de Damocles pendía sobre mi cabeza. Ante la mínima travesura, me pondrían de patitas en la calle.La escuela primaria llegaba a su fin y de común acuerdo con la psicóloga que comencé a ver, mis padres decidieron que lo mejor sería cambiar de aires, cursar la secundaria en otro sitio. La elección recayó en el tradicional Colegio del Salvador, institución fundada por los jesuitas en el siglo XIX. Un imponente edificio, que ocupaba toda la manzana, a escasos metros del Congreso de la Nación.

 

Ya el primer día de clase, en aquel lejano marzo de 1990, estaba ansioso por hacerme notar y por ganarme el respeto de mis nuevos compañeros. Quince de ellos, que ya se conocían de la primaria, tenían formada una banda: los Semen Boys. No me costó trabajo distinguirlos, en el patio central formaban un corro y observaban todos los movimientos que se producían fuera de clase.El nombre del grupo era toda una declaración de principios: practicaban sesiones de masturbación colectiva y habían desarrollado una profusa imaginería que rendía culto al pene. También se caracterizaban por hacer gamberradas tales como lanzar materia fecal a los transeúntes desde un balcón o sabotear cumpleaños a los que no habían sido invitados. Si bien los desmanes nunca pasaban a mayores, estaba a claro que a estos cachorros les disgustaban los límites. La segunda planta de un local de comida rápida funcionaba como su cuartel de operaciones. Allí era posible encontrarlos todos los viernes a partir de las nueve de la noche. Fumaban cigarrillos mentolados y los más osados aderezaban las reuniones bebiendo de una petaca con whisky que cargaban en sus casas. A cada sorbo de whisky, le seguía uno de Coca Cola para poder pasarlo.

 

El liderazgo de la banda lo ejercía el triunvirato de sus fundadores: Papá Witty, el Garza y el Azulejo Samaniego. Este último era el más bravo para la pelea, su padre de nacionalidad paraguaya había sido boxeador profesional y lo había instruido en los golpes y movimientos básicos. Papá Witty ejercía de cerebro y autor intelectual de las tropelías, era petiso e ingenioso. El Garza, alto y muy flaco, de talante apesadumbrado, era el poeta oficial. El encargado de componer las letras de las canciones que entonaban todos juntos en ocasiones especiales. También había redactado un manifiesto, cuyo contenido olvidé hace años.

 

De acuerdo con ancestrales leyes no escritas, todo alumno nuevo debía pagar un “derecho de piso”, adecuarse a la nueva realidad y sus reglas. Cabía la posibilidad de mantenerse al margen, pero en dicho caso había que estar dispuesto a ser siempre objeto de escarnio o hundirse en el ostracismo. Habituado a ser el líder de la manada, el macho Alfa, los malditos Semen Boys me hicieron morder el polvo. El choque fue inevitable.

 

Para empezar yo no estaba dispuesto a doblegarme ante nadie, más bien quería imponer mis propios principios de acción. Transcurridos unos pocos días, supe que me aguardaban semanas de dificultades. Nunca había vivido nada parecido. La primera medida que tomaron fue ponerme un apodo ofensivo, Falla Humana, y lo repetían todos al unísono cada vez que me veían. Otra costumbre muy arraigada entre ellos era la de escupir. Colocaban una combinación de saliva y moco en el índice o en el dedo medio y lo lanzaban por la espalda. Cuando uno sentía algo húmedo en la cabeza o en la nuca, nadie se hacía responsable pero allí había seis o siete que se reían y entre los cuales resultaba imposible encontrar al culpable. Ante tamaña inferioridad numérica quizá lo mejor hubiese sido darme por vencido. Preferí mostrarme altanero sin ser del todo consciente de que lo pagaría caro.

 

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