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Una noche en el Raval

 

1

 

Desde el principio me pareció una insensatez, un despropósito mayúsculo y un derroche injustificado de energía. La típica ocurrencia de jóvenes que no piensan demasiado antes de embarcarse en algún disparatado plan y mucho menos en sus posibles consecuencias. Paul insistía en que se trataba de un programa entre amigos, Sebas pensaba lo mismo y yo estaba seguro de que era una locura más allá de la amistad. Quizás por todo ello, no les costó demasiado convencerme. Cierto era que habíamos entrado en la recta final antes del retorno de Paul y su familia a la Argentina. En las vísperas de una despedida que sería triste, necesitábamos una dosis de emociones fuertes.

La idea era viajar en tren de alta velocidad hasta Barcelona un sábado por la tarde, recoger el coche de Sebas en un taller mecánico y volver a Madrid al día siguiente, es decir, el domingo. En la ciudad condal pasaríamos las horas nocturnas pero sin reserva de hotel, pensión ni casa de amigos que nos alojaran. A la noche en vela le seguirían los turnos en la conducción de los 620 kilómetros de vuelta ya que los tres, por diferentes razones, teníamos que estar el lunes a primera hora en nuestros respectivos hogares.

Se los dije, una idea totalmente descabellada, un programa chino. Aunque también se trataba de un recreo de la vida familiar y una oportunidad de sentirnos nuevamente irresponsables. Algunos dicen que la locura es una forma superior de conocimiento. “Por naturaleza, todos los hombres desean saber”. Aristóteles empieza así su “Metafísica”. Quizá, sin ser muy conscientes de ello, buscábamos saber más, conocernos mejor, reconocer un lado excéntrico de nuestra personalidad. La fuerza de la costumbre otorga seguridad y orden, ir contra ella es una rebelión. Volver a sentir que no todo está atado, que no todo es previsible y parte de una rutina aplastante.

En el verano, el Clio de Sebas se había quedado sin embrague justo cuando se encontraba en los últimos días de vacaciones en casa de su cuñado. Por recomendación de éste dejó la reparación en manos de Carlos, el mejor mecánico de todo Premià de Mar. El arreglo iba a llevarle una semana que al final se convirtieron en tres pero el precio pactado fue respetado a rajatabla. Ciento cincuenta euros por el cambio de embrague, de bujías y una revisión del sistema eléctrico que también había dado problemas.

Aquella mañana de sábado, yo tenía que tomar exámenes de la convocatoria de septiembre. Durante el trayecto en metro hasta la facultad, pensé en las preguntas que les haría a los estudiantes. No serían más de cuatro, suficientes como para despachar el asunto con cierta velocidad. Nunca he creído en las bondades de los exámenes, pero no voy a entrar ahora en las razones. Una excitación eléctrica recorrió mi cuerpo al imaginar Barcelona, el mar, las Ramblas. La última vez que había estado fue en la fiesta de mi amigo Alejandro, cuando cumplió los treinta, hace ya casi siete años. Recuerdo la cantidad de horas de jarana, bebiendo, comiendo, riendo, en una casa antigua del barrio de Gràcia que alquilaba su madre.

En aquella oportunidad, Ale logró reunir a un grupete de buenos amigos que viajaron desde diferentes sitios para estar en el sarao. Por ahí tengo un par de fotos de los paseos que dimos por la ciudad. En una estamos todos posando, como si fuéramos una banda de rock, en el patio interior del Hospital de la Santa Cruz y San Pablo, un conjunto de edificios emblemáticos del modernismo catalán que a nosotros nos pareció igual a la aldea de los Pitufos. También en el Parque Güell tuvimos la sensación de estar ante algo inverosímil, un bosque habitado por gnomos, unicornios y otras criaturas fantásticas. No habíamos consumido ácido ni sustancia que se le parezca. A lo sumo, nos pasamos un poco de rosca con las bebidas espirituosas. ¡Viva Gaudí!, ¡Viva Domènech i Montaner!, ¡Viva el cava!

 

2

 

Llegué a Atocha con muchísimo tiempo, en el bolso tenía los exámenes, unos 25 aproximadamente, una muda de ropa, toalla y el bañador. El AVE trayecto Madrid-Zaragoza -Lleida-Barcelona salía a las 16.15. Eran las dos cuando me senté en la cafetería a leer “Diario de un ladrón” de Jean Genet.

Primero apareció Paul y a los pocos minutos Sebas. Nos abrazamos como si no nos hubiéramos visto en años. Sus mochilas, bastante más grandes que mi humilde talego, parecían contener lo necesario para una temporada en la isla de Robinson Crusoe. Salimos al parking de la estación para matar el tiempo fumando. Era evidente nuestra ansiedad por abandonar la ciudad y comenzar la aventura.

El tren, ese Concorde terrestre y supersónico, atravesó los campos de Castilla en silencio. La máquina parecía suspendida sobre los rieles. El paisaje cambiaba a medida que subíamos hacia el noreste. Al comienzo, llanuras suaves que hacían pensar en siembras y cosechas. Luego, colinas calvas y prados salpicados con chopos. Pocos minutos después, pinares que parecían incendiarse con el sol declinante.

Íbamos como una flecha desgarrando la geografía hispana. Sebas y Paul se fueron al vagón de la cafetería, yo preferí quedarme a leer. En la contratapa del libro decía que Jean Genet fue hijo de una prostituta y que pasó buena parte de su infancia en un orfanato. En la adolescencia se convirtió en un delincuente que alternaba largos meses en reformatorios con períodos de vida callejera y viajes como vagabundo. En la cárcel, cumpliendo largas condenas por reincidente, escribió novelas y obras de teatro tales como “Las criadas” o “Los negros”. Con estos méritos era lógico, pienso yo, que se convirtiera en el escritor maldito de la intelectualidad parisina. De hecho, su “Diario de un ladrón” está dedicado a Jean Paul Sartre y sus temas principales son la traición, el robo y la promiscuidad homosexual. Tres de los tópicos preferidos de los cafés de Saint Germain des Prés. En la edición que tengo, la cubierta lleva una foto del prontuario de Genet. Un rostro de óvalo con la nariz achatada, aplastada como la de los boxeadores, y la mirada triste, de vuelta de todo. La lectura del Diario me resultó amena aunque como toda alabanza a la abyección por momentos se tornaba algo monótona. Lo mismo que pasa con “Justine” de Sade o con “Saló” de Pasolini, a la décima tortura se va perdiendo irremediablemente el interés.

Al llegar a Barcelona Sants, buscamos el andén correspondiente al servicio de cercanías que nos llevaría hasta Premià de Mar.

Después de haber estado viajando en el AVE, el trayecto hasta el coche de Sebas se nos hizo eterno. En este pueblo de la costa, al igual que en el resto de la región, la estación de trenes estaba junto al Paseo Marítimo. El bullicio de las terrazas era considerable teniendo en cuenta que la temporada veraniega ya había terminado. Teníamos un hambre voraz pero decidimos que lo mejor sería cenar en Barcelona una vez comprobado el buen funcionamiento del bólido. Los edificios, los hoteles y el centro de Premià no tenían nada que resultara tentador como para demorar nuestra ida a la ciudad.

A eso de las 23, y después de dar varias vueltas para aparcar, entramos en un restaurante del Borne. Elegimos una mesa situada junto a un gran ventanal desde el que se podía ver la Basílica de Santa María del Mar. Hojeamos rápidamente la carta, mientras la boca se nos hacía agua. La camarera se aproximó con displicencia, retocándose el peinado con la punta de los dedos. Parecía cansada, aunque pensándolo bien su cara denotaba un aburrimiento de siglos, una desidia infinita. Tenía los pechos rellenos de silicona y un ajustado vaquero que resaltaba la forma de sus piernas. A medio metro nuestro, se quedó en silencio con la mirada perdida. Le dijimos buenas noches, sonriendo con algo de galantería, y su respuesta fue seca y circunspecta: “¿Qué les traigo?”

El diálogo nacía condenado al fracaso. En una pequeña libreta apuntó nuestro pedido con dos garabatos rápidos y retornó a la barra. Su espalda pequeña no guardaba relación alguna con el tamaño de su pechera artificial. Había algo excesivo en su imagen, en la manera en que exhibía sus atributos. Horas y horas de gimnasio para lograr esas terminaciones. Sus labios, como neumáticos, estaban llenos de toxina botulínica. Una vez, en una sala de espera, leí que el botox produce parálisis muscular por denervación química. Vaya veneno cabrón el que se meten las mujeres en la cara.

Cuando llegó el pedido a la mesa, ya nos habíamos tomado la primera botella de vino y encargamos la segunda. Ella seguía ausente, como zumbada. Su peinado había cambiado, se notaba la pericia de sus dedos para esa actividad. Sentí el deseo de preguntarle si se encontraba bien, si era feliz, si las siliconas habían logrado mejorarle la autoestima, si había encontrado ya a su media naranja. Esto último tenía su gracia. Platón en el diálogo “Banquete” nos habla de un tiempo remoto en el que la tierra estuvo habitada por seres esféricos con dos caras, cuatro piernas y cuatro brazos. Dado el poderío con el que contaban, no descartaron subir hasta el cielo para medir sus fuerzas con la de los dioses. El castigo de Zeus por semejante soberbia no tardó en llegar. Los dividió en dos mitades, los despojó de su completitud y los condenó a anhelar por siempre la reunión con su mitad cercenada. El amor entre humanos se convertía así en el deseo de reparar un dolor existencial, de llenar un vacío que nace con nosotros, de reencontrarnos con una parte de nuestra identidad. Definitivamente el vino me había sentado bien, comenzaba a estar borracho. Paul y Sebas también.

La forma en que apoyó los platos de comida no estuvo exenta de una particular delicadeza. Su manejo de la bandeja rozaba la maestría. ¿Cuántos años tendría la camarera? ¿Nos consideraría tipos mayores y pesados? En un espejo colgado en una columna, me vi sonriendo como un pavo. El tiempo esculpe nuestra cara y cuerpo de manera lenta e imperceptible. Un determinado evento, una palabra, un pensamiento nos arroja la verdad sobre el transcurso irrefrenable de los minutos, las horas, los días. Alcancé a pronunciar un tímido «gracias» mientras ella se daba media vuelta para atravesar el salón rumbo a la barra. No respondió nada, ni siquiera una palabra a medias. Fue inevitable volver a contemplar esas piernas. Su andar sinuoso no era improvisado. La atracción que ejercía en nuestras miradas no podía pasarle desapercibida. En la lentitud de sus pasos algo se tejía. Éramos como moscas atrapadas en una tela de araña. No recuerdo como hicimos para terminarnos la tercera botella, pero sí que salimos del restaurante cantando una canción de Los Redonditos de Ricota.

 

3

 

Dimos un paseo por la Plaça Reial y la cercana Plaça George Orwell. En esta última, me llamó la atención la presencia de varias cámaras de seguridad instaladas por los Mossos d' Esquadra. Supongo que en sencillo homenaje al Gran Hermano. En los balcones de Carrer de la Mèrce vimos “senyeras esteladas”, símbolos de la ideología independentista de Cataluña. No comments.

Nos invitaron a unos chupitos de licor barato en un bar lleno de gente, pero lo que queríamos, en realidad, era seguir caminando. Fuimos dando vueltas sin ton ni son por el Barrio Gótico hasta que acabamos en el Raval, conocido popularmente como Barrio Chino. Ya había estado por allí, pero nunca a esas horas. Las aceras rotas y sucias de basura. La mayoría de los teléfonos públicos estaban destrozados y cubiertos de pegatinas que ofrecían servicios sexuales y gestiones para asuntos de extranjería.

Bajo unos andamios, alguien había aliviado su vientre como si fuera un perro. La calle en general servía de gran urinario a los paseantes. Ráfagas de aire nauseabundo, ¿mezcla de sudor y semen?, nos asaltaron en algunos callejones mal iluminados.

Un travesti llamaba a gritos por el portero automático de un viejo edificio de cuatro plantas. Pasado un minuto, se asomaron otros dos al balcón, ¿sus compañeros de piso?, y le arrojaron un cubo de agua mientras se reían. Estábamos en el lugar adecuado, felices con el programa. El poder de atracción que ejercen los márgenes, ese gusto tan burgués por las rarezas, estaba haciendo su trabajo. El alcohol también.

Como boy scouts nocturnos fuimos al encuentro de los que no duermen, los extraviados y demás héroes locos del barrio. Raval es también territorio literario y sin decirles nada a mis compañeros de excursión, para no aburrirles con mis manías, comencé a imaginarme a Pepe Carvalho por la zona. El detective privado más famoso de la literatura española, y alter ego de su creador Manuel Vázquez Montalbán, sentía nostalgia ante las grietas que produce el tiempo en los destartalados edificios de la Carrer d´en Botella o De les Cabres: «algo parecido a la belleza de la miseria se ha grabado en el rostro de las casas».

Otro vecino célebre del barrio fue Roberto Bolaño. Según cuentan, era extremadamente pobre cuando vivía en la Carrer dels Tallers. Casi no tenía amigos y lo único que hacía era escribir.

Alejándonos cada vez más del tráfico profuso de las Ramblas, nos internábamos en una segunda noche. En una búsqueda ociosa de no-sé-sabe-muy-bien-qué, íbamos los tres mosqueteros. Había llegado el momento de recargar el tanque, de meternos algún líquido elemento entre pecho y espalda. El garito al que entramos, sobre la Carrer L`Arc del Teatre, apestaba a comida rancia y suciedad de tabaco. No creo que aparezca entre los recomendados por la guía Michelin o la Lonely Planet. Un par de mendigos, excesivamente abrigados, miraban la tele. Otros tres parroquianos jugaban a las cartas. Sobre la máquina tragaperras, un póster con la alineación del Espanyol en la temporada 83-84.

Pedimos una botella de Valdepeñas, ya que no había Rioja y mucho menos Ribera del Duero. Los vasos estaban grasientos, pero a esa altura nos dió igual. Desde el fondo del local apareció una mujer sesentona, seguramente yonqui, tambaleándose. Vestía una minifalda que revelaba unas piernas llenas de várices y algunos moretones; un ancho cinturón que imitaba al cuero y una blusa de red. La impresión que producía el conjunto no podía ser peor. La dentadura postiza se le desprendió de la encía superior cuando sonrió al vernos. Nos pidió que le invitáramos una cerveza. Como no podía mantenerse en pie, se sentó a nuestro lado y empezó a relatar un sinfín de desgracias: la parálisis de la madre, el hermano en prisión, ella misma contagiada con el VIH. Todo el relato era muy confuso pero lo que estaba claro era su desesperación, su necesidad de hablar con alguien, con quien fuera. Desde hacía años consumía anfetaminas y rohipnoles como si fueran caramelitos. Tenía un par de hijos pero no sabía nada de ellos. Aprovechamos su ida al baño, para huir despavoridos. No queríamos que sus dramas empañaran nuestra noche.

Eran más de las 3 y el corazón del Raval seguía latiendo con fuerza. Por la ropa colgada desde las ventanas, Paul dijo que le recordaba a Nápoles. Sebas lo comparó con un barrio de Salónica. Yo pensé en algo que había leído sobre la Corte de los Milagros, aquella zona del París medieval habitada por mendigos, ladrones y prostitutas, en las cercanías del mercado de Les Halles.

Les pregunté si no estaban cansados, pero ambos se apresuraron a responder que la noche estaba en pañales y que aún quedaba mucho por ver.

En la Plaça de la Gardunya, detrás del mercado de la Boquería, nos impresionó la imagen de una mujer alcoholizada que dormía como una morsa sobre un banco cagado por las palomas. Los ronquidos se oían a varios metros de distancia. Su enorme panza desparramada subía y bajaba a ritmo más o menos paulatino. Llevaba como única vestimenta una camiseta, que permitía ver sus piernas fofas.

En un rincón próximo, una prostituta negra practicaba una felación. El cliente parecía alemán o austríaco, aunque quizá fuese de Europa del este. En pleno distrito de Ciutat Vella brillaba esta auténtica joya de la degradación humana. ¿En qué círculo del infierno estábamos?

La rambla del Raval, antiguo escenario de las travesuras de Jean Genet, se ha convertido en un paseo aséptico sin ningún tipo de gracia ni particularidad. En los años 30, el escritor salvaje describía al Barrio Chino como una guarida de maleantes piojosos. Entre ellos destacaba el manco Stilitano, un rufián que recorría el Paralelo metiéndose con todas las meretrices, a veces para acariciarlas y otras para exigirles parte del dinero. Aquella noche de sábado, vimos cerca de los oscuros jardines de la iglesia románica de Sant Pau del Camp a una reencarnación del chulo Stilitano. Muy parecido al actor francés y ex luchador de thai Jo Prestia. En la inefable película de Gaspar Noé, Irreversible, interpretaba el papel del violador. Su rostro endurecido de marcados maxilares estaba atravesado por una cicatriz de navaja. Era bajo pero corpulento. Se acercó de manera sigilosa para ofrecernos coca, pastillas, chicas. También sacó un reloj y un móvil que parecían nuevos, recién robados. “A buen precio”, dijo, “para mis amigos argentinos”. Había adivinado nuestra nacionalidad a partir de tres palabras que intercambiamos. A nosotros, en cambio, su acento nos resultó imposible de distinguir, ¿turco, albano, libio? Todo el fulgor y poderío le brotaban de los ojos. Insistió con las ofertas. Nuestras negativas a comprar, lo impacientaron y su mirada se volvió en un santiamén torva, intimidante. Nos insultó en su idioma o eso creímos. Ya seguíamos con nuestro recorrido, algo asustados, cuando emitió un sonido con la boca para llamar nuestra atención. Giramos nuestras cabezas y vimos que se había bajado los pantalones y los calzoncillos. Fuimos expuestos al insospechado espectáculo de un exhibicionista. Estallamos al unísono en una carcajada.

En la Carrer de Sant Pacià, aún subsiste algo del espíritu feroz que caracterizó a otras épocas. Muchas de las callejuelas de este laberinto han sido víctimas de las múltiples reformas urbanísticas emprendidas por el ayuntamiento de Barcelona. Con la excusa de la salubridad y la seguridad de los vecinos se han puesto en marcha durante los últimos años la mercantilización de todo el espacio. El proyecto parece ser una ciudad a la carta, un enorme centro comercial al aire libre ajustado a las expectativas de turistas con dólares o yenes.

La noche se extinguía y ya habíamos tenido suficiente Raval y sordidez. La penúltima copa fue en la discoteca Luz de Gas de la Carrer Muntaner en el distrito de Sant Gervasi. Aún no logro explicarme cómo llegamos andando hasta allí con el pedo que llevábamos. Habían transcurrido muchos años desde la última vez que había pisado un local bailable. Me aburrí como un hongo.

Las primeras horas de luz las dedicamos a buscar el coche. Ninguno de los tres recordaba el lugar en que lo habíamos aparcado.

Desayunamos cerca de la Catedral y luego recuperamos fuerzas tirados en la playa. En el regreso a Madrid fuimos rezando, cada uno a sus dioses interiores, para no sufrir ningún tipo de percance mecánico. Paul no paraba de encender un cigarrillo tras otro. Le insistí para que me dejara conducir pero quería mimarnos, demostraba un cariño enorme, se encargaba incluso él mismo de ir cambiando la música.

Yo le decía que mi cara tenía que ser la última que viera antes de abandonar España. Él se mataba de la risa imaginando una despedida en el aeropuerto al estilo de Casablanca.

Algunos años atrás, cuando estaba recién llegado y antes de que se pusiera a trabajar en serio, viajamos por toda España, de Cadaqués al Cabo de Gata, Salamanca, Teruel, Granada, Vigo y cientos de pueblos sin nombre en mi memoria, cada uno con su santo y sus verbenas. En su Volkswagen Golf recorrimos miles de kilómetros y una vez estuvimos a punto de no contar la anécdota, fue en un cruce de caminos llegando a Murcia. Llovía y apareció un ciclista de la nada. Por esquivarlo, terminamos en la cuneta. Los dos empapados, llamando a la grúa, pero sin un rasguño. En nuestras escapadas, solíamos dormir en pensiones baratas u hoteles de dos estrellas. Una comida fuerte al día, y el resto del tiempo caminando. Paul es un viejo compañero de batallas. Él y Sebas fueron los mejores compañeros que pude tener en mi regreso a Barcelona, en mi primera noche exprimiendo el Raval.


 

 

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