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Un paseo por la Rue Georges Perec

La callejuela que lleva el nombre del autor de Las cosas  y La vida: instrucciones de uso queda en la denominada “campagne à Paris” que forma parte de esos espacios secretos que guardan las ciudades antes de que las hordas bárbaras de turistas los descubran, fotografíen e invadan.
Ejerciendo el dulce y perezoso oficio del flâneur en este pequeño barrio de casas residenciales, emplazado en una zona elevada del XXe arrondissement, uno tiene la sensación de volver al París de finales del siglo XIX, cuando en la colina de Montmartre aún era posible ver molinos, huertas y animales de  campo, junto con sus calles de tierra ​anegadas por la lluvia.
Aquel París de Marcel Proust, y de artistas bohemios como Henri de Toulouse-Lautrec y Edgar Degas. Es el mismo París al que se traslada mágicamente el escritor protagonista de Midnight in Paris  en su última escapada nocturna. La película de Woody Allen que homenajea al París feliz de la década de 1920 -el de Hemingway, Scott Fitzgerald o Pablo Picasso- y que a su vez desmonta el mito de la edad dorada, nos muestra como los principales protagonistas de los años locos se lamentaban del tiempo que les había tocado vivir y ansiaban con nostalgia recrear un pasado que había sido mejor: la belle époque de 1890.
Pues bien, las casas de “la campagne” son, en un sentido, homenaje a ese París que todavía ​se debatía entre conservar su vida en contacto con la naturaleza campestre o apostar fuerte por el cemento urbano. El resultado final, ya lo conocemos. París es una megalópolis asfaltada que ha concentrado sus pulmones verdes al este y al oeste, el Bois de Vincennes y el Bois de Boulogne. Por ello, las casas que se agrupan en la Rue Georges Perec y en sus alrededores se resisten a plegarse al ímpetu homogeneizador de la potencia urbana y flotan plácidamente, como si durmieran u​na siesta al calor del sol primaveral, en ese perímetro delimitado por el Boulevard Mortier y la Rue du Sumerlin. Las frecuentes visitas a mi hermana y a su marido, que vivieron durante una década en la cercana Rue le Bua, me permitieron conocer el bello y triste París de L’est. Bellos son sus boulevares Ménilmontant o Belleville, al igual que sus calles, rue des Pyrénées, o la rue du Père Prosper Enfantin, tristes son esos mismos sitios cuando el color del cielo es gris o cuando los residuos que dejan los mercados callejeros se mezclan con la nieve.
El XXe arrondissement fue el útero de Édith Piaf, si atendemos a la leyenda que fija su parto en las escalinatas de entrada al inmueble situado en el número 72 de la Rue de Belleville o al dato más creíble de que su nacimiento tuvo lugar en el Hospital Tenon de la Rue de la Chine. También es el París al que canta Manu Chao en su disco Siberie M’etait Contéee  soltando aquello de la vie est belle, le monde pourri.
Un París babilónico, de colores distintos al oficialista BLEU, BLANC, ROUGE, porque allí se entremezclan los colores verdes y amarillos de las banderas del África subsahariana con los rostros de sus habitantes árabes, negros y orientales. Sin embargo, el centro espiritual y metafísico del distrito está conformado por el cementerio de Père Lachaise -última morada de Honoré de Balzac, Apollinaire, Alfred de Musset o Jim Morrison- en el que es posible ver algunos de los monumentos funerarios más escalofriantes y fascinantes de todo el mundo. Unas cuarenta y cuatro hectáreas de extensión llenas de cadáveres que se han ido acumulando desde 1803. Un campo santo impregnado de poesía, pájaros y árboles. Un pedazo de París que es apología de piedra y bronce a la muerte.
El Père Lachaise fue también el escenario elegido por el poeta y cineasta Leos Carax para situar una de las partes más surrealistas de su película Holy Motors, rodada íntegramente en París durante el año 2012. Se trata de aquellas escenas en las que el protagonista Monsieur Oscar, interpretado por el polifacético y genial Denis Lavant, asume el rol de la Bestia. Un hombrecillo monstruoso que se pasea descalzo entre las tumbas y lápidas, devorando los ramos de flores que han sido dejados en recuerdo a los muertos. En su brutal recorrido, espantando a los turistas que huyen despavoridos al verle, se topa con una producción fotográfica de modas en la que una Bella modelo, interpretada por Eva Mendes, posa sobre un monumento funerario. La Bestia queda tan completamente subyugada por la presencia de la Bella, que decide raptarla y conducirla hacia la cloaca en la que vive.
De todas las variantes posibles para visitar el cementerio, yo siempre opté por la del ingreso por avenida Gambetta y salida por la Rue de la Roquette. De esa manera podía atravesarlo, en sentido contrario a las aglomeraciones de japoneses, y seguir mi camino hacia la Bastilla y el Marais. Una vez dentro del cementerio, mi actividad consistía en deambular sin rumbo fijo o bien en ir a rendir tributo en las tumbas de mis muertos célebres más queridos: Molière, Oscar Wilde, Michel Petrucciani y Georges Perec. ¿Charlarían entre ellos por las noches, cuando los turistas los han dejado solos y tranquilos?
Siempre he sentido una atracción irresistible hacia los cementerios y las tumbas. En particular, me ha interesado conocer los lugares en los que están enterrados los artistas que admiro. Tiendo a quedarme en silencio frente a la muda inscripción en sus lápidas y reflexionar sobre lo que me une a ellos. No es la muerte, desde luego. Yo estoy escribiendo, luego existo. Pienso en las fechas, la de sus nacimientos y fallecimientos, ¿cómo se habrán sentido en los momentos previos a la muerte? ¿Serían conscientes del legado que dejaban para la posteridad? ¿Imaginarían una vida más allá de la tierra o creían hundirse en la más profunda de las oscuridades? ¿Habrán tenido un paso agradable por este valle de lágrimas? En este tipo de fantasías, que me asaltan frente a las tumbas de personas que quiero sin haberlas conocido, suelo aferrarme a la idea de que frente a sus lápidas estoy más cerca de ellos. Lo más próximo que puedo llegar a estar teniendo en consideración que resulta imposible un encuentro cara a cara. De ahí, que el encuentro cara a lápida sea para mí parte indispensable de los viajes por distintas ciudades. Este singular hábito de turismo por los cementerios, un tipo de necrofilia desprovista de elementos eróticos, me ha llevado a conocer la paz del Friedhof Fluntern donde “descansan los restos mortales” de James Joyce y de Elias Canetti, uno muy cerca del otro (¿descansan los muertos? ¿De qué podrían estar cansados? ¿Qué son exactamente los restos mortales? ¿Lo que dejan los gusanos después del plato principal?).
El cementerio Fluntern se encuentra en la colina de Zürichberg, al este de Zurich y ofrece vistas panorámicas del lago que lleva el mismo nombre. Terrible es la paradoja de estar enterrado en un lugar idílico, sobre todo para los que no pueden ya disfrutar del paisaje. La tarde que pasé allí, estuvo precedida de una visita al cercano zoológico de la ciudad. No me interesaba ver las deprimentes caras de los animales allí enjaulados -aunque tratándose de Suiza los bichos recibían un trato que rozaba lo exquisito y que era casi respetuoso con la Declaración Universal de los Derechos Humanos- sino conocer algunas de las instalaciones que se habían mantenido prácticamente inalteradas desde su inauguración en 1929. Lo cierto es que las estructuras originales eran pocas ya que la mayor parte de los recintos con animales habían sido tecnológicamente adaptados a las condiciones climatológicas de los respectivos hábitats naturales. Y ya se sabe cómo es el espíritu helvético en este sentido. Se podía ingresar en la selva de Borneo, en el húmedo Amazonas o en el desértico pabellón de los bisontes americanos, con sólo abonar la módica entrada de 22 francos suizos y sin tomar aviones, sacar visados o poner la vida en riesgo. El espacio reservado a reproducir con alta fidelidad las características del Parque Nacional de Masoala, en el noreste de Madagascar, fue lo último que vi antes de huir despavorido. Hasta ese momento, todo en Zurich me había dado la impresión de un montaje perfecto, muy bien acabado y pulido, pero escenográfico al fin. Una postal armónica de verdes montañas y lagos azules. Un Truman Show  con la vaquita de Milka y Heidi, con su abuelo y el perro san Bernardo, jugando en la cabaña. Una sociedad de gente honrada, tolerante, deportista y trabajadora, que condena como una inmoralidad gigantesca lanzarle una piedra a un ganso pero no dice nada respecto de que sus opacas entidades bancarias, con sede en la Bahnhofstrasse y en la Paradeplatz, ofrezcan cobertura, lavado y depósito a las riquezas de los nazis, los dictadores del tercer mundo o las élites corruptas del primero. Sangre bañada en chocolate. El sufrimiento siempre derramado extramuros. Dicho esto, estoy agradecido con Suiza por regalarme otra tarde de dicha y quietud en el cementerio de Plainpalais en la Rue des Rois de Ginebra.
La ciudad natal de Jean-Jacques Rousseau y de Ferdinand de Saussure, situada muy cerca de la frontera con Francia, fue la elegida por Jorge Luis Borges como su última parada. La lápida de piedra que marca el sitio en el que fue sepultado contiene una serie de misteriosas inscripciones realizadas por el escultor argentino Eduardo Longato siguiendo las indicaciones de María Kodama, viuda del escritor. Los siete guerreros que aparecen en el frente fueron tomados de una lápida inglesa del siglo IX que conmemora un ataque vikingo al monasterio de la isla de Lindisfarne (Nortumbria) en 793. En el mismo frente, la lápida del autor de Historia universal de la infamia  lleva grabada su nombre y una frase en sajón: "y que no temieran", extraída de un poema sobre la Batalla de Maldon en 991, cerca de la ciudad inglesa de Essex. En el anverso puede apreciarse una cruz celta, que remite a la cruz de Gosforth, erigida en Inglaterra en el siglo X por descendientes de vikingos, y la frase Hann tekr sverthit Gram okk / legger i methal theira bert, que se corresponde con dos versos del capítulo veintisiete de la Saga Volsunga  (texto islandés de finales del siglo XIII que relata la historia del héroe Sigurd). La traducción al español de dicha frase podría ser «Él toma la espada Gram y la coloca entre ellos desenvainada». Versos empleados por Borges como epígrafe de su cuento Ulrica, dentro de El libro de arena, en el que el personaje central se llama Javier Otárola. Debajo de estos versos aparece el grabado de una embarcación vikinga y una última inscripción: «De Ulrica a Javier Otárola», una dedicatoria de María Kodama a Borges. El navío vikingo representa el viaje a la eternidad y fue extraído de las denominadas "piedras ilustradas" de la isla de Gotland en Suecia.                                            
El periplo emprendido en el parisino XXe arrondissement, seguido del recorrido por el Zoo y los cementerios de Zurich y Ginebra, hubiera alegrado el inquieto corazón de Georges Perec por su total falta de sentido y su absurda irracionalidad. Aunque pensándolo bien, quizá Perec hubiese optado por el plan de no hacer nada. El inmovilismo del “hombre que duerme” o cómo aconsejaba F. Kafka: no es necesario que salgas de casa. Quédate a tu mesa y escucha. Ni siquiera escuches, espera solamente. El mundo llegará a ti para hacerse desenmascarar, no puede dejar de hacerlo, se postrará extático a tus pies. Quedarse quieto, incluso durmiendo.
Elogio de la pereza. La ciudad ya ha sido exprimida, escaneada, registrada palmo a palmo. Existen demasiadas fotografías, documentales, planos y censos. Lo que no se coloniza, lo que escapa al ojo inquisidor, lo que nunca saldría en el periódico, es lo que interesa a Perec. Esta es la moraleja de su opúsculo Tentativa de agotamiento de un lugar parisino, un ejercicio que consiste en tomar nota de la vida.

Todo aquello que pasa cuando, en principio, parecería no pasar nada. Un nene se hurga la nariz, un señor mayor mira el trasero de una adolescente que pasa al lado suyo, un joven con una mochila negra, un coche azul pasa lentamente, una señora carga con esfuerzo la bolsa de la compra. Historias mínimas, miradas breves. Podemos imaginar a Perec sentado en la parisina Place de Saint-Sulpice durante muchas horas a lo largo de dos días seguidos, anotando lo que veía.  De lo cotidiano, lo literario-urbano. De ese experimento, de ese simple juego, salió Tentativa de agotamiento de un lugar parisino.

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