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Roberto Bolaño in memoriam

L

“Los dioses existen, son el demonio”

Charles Baudelaire

La parte de la muerte

 

Me gustaría descubrir aquí el talento de algún desconocido, subrayar de forma pionera la maestría de un escritor inédito o de uno que haya sido sólo valorado por un círculo de iniciados. Sin embargo, haré exactamente lo contrario. Constataré algo que para muchos resulta una obviedad, Roberto Bolaño es uno de los autores indispensables de la literatura contemporánea. Ya se dijo infinidad de veces y, no obstante, es cierto. Evitando circunloquios, si aún no lo has leído, compra, roba o pide prestado, con urgencia, alguno de sus libros.  

Según cuenta el escritor Juan Villoro, Bolaño despreciaba los sistemas de consagración empleados por la maquinaria cultural, como así también los consensos y cánones que se erigen en torno a la producción literaria. ¿Qué pensaría de los homenajes que, como éste, se le brindan con motivo del décimo aniversario de su muerte? Para serles sincero, no tengo ni la menor idea y además supongo que para aventurarse en este tipo de conjeturas se debería haber tenido algún  trato con él. Yo sólo soy un lector entre cientos de miles. Luego de quedar alucinado con sus novelas y cuentos, seguí con los denominados géneros menores: sus conferencias, entrevistas y diálogos digitales. Para rematar mi inmersión, devoré muchos de los ensayos o artículos que se han encargado de analizar las claves de su universo literario. A éste se lo ha calificado de muchas y diversas maneras, algunas de ellas tendiendo a la inevitable repetición o a las hipérboles, otras empleando la jerga incomprensible de la teoría literaria, pero todas coincidiendo en señalar su contundencia y brutal originalidad. También se ha hecho hincapié en los eventos que marcaron su biografía. Huidas, fugas y exilios. El nacimiento y crianza en Chile, la adolescencia y primera juventud en México DF y su adultez a partir de los veintitrés años en Cataluña.

Blanes, un pueblo de la Costa Brava, el primero viniendo desde el sur, fue su último lugar de residencia. En éste, se entregó de forma torrencial a escribir durante todas las noches. Horas interminables de trabajo como un poseso, a plena nicotina, té de manzanilla y música rock en los auriculares. Se trataba de una lucha sin cuartel contra el tiempo. Una insuficiencia hepática lo consumía. Estuvo ingresado en el Hospital Universitario Valle de Hebrón, el más grande de Cataluña, esperando un trasplante de hígado. La enfermedad finalmente le ganó la partida un quince de julio de hace diez años. Los que asistieron a su funeral, en el tanatorio de Les Corts, recuerdan la canícula infernal. Jorge Herralde, su editor en Anagrama, preparó un texto para la ocasión, «Adiós a Bolaño». Fue el pistoletazo de salida que anunció la leyenda que se venía y que hoy está consolidada entre nosotros.

La lectura de su obra, puede empezar con algo liviano, unos entrantes, al estilo de los cuentos reunidos en Llamadas telefónicas, en Putas asesinas o en El gaucho insufrible. Pequeñas dosis, todas de alta calidad, como el perfume o el veneno que viene siempre en frasco chico. Intrigas  detestivescas, policías retirados, tipos fuera de la ley, humor de todos los colores, en particular negro, y narrativa poética. Luego tendríamos, como para ir calentando motores, algunas de sus novelas breves como pueden ser La pista de hielo, Estrella distante,  Monsieur Pain,  Amuleto, Nocturno de Chile o Una novelita lumpen.

Si tú eres de aquellas personas que le gustan los géneros inclasificables, puedes incursionar en La literatura nazi en América o en Amberes. Dos rara avis. La primera, en la senda de Vidas imaginarias de Marcel Schwob o la Historia universal de la infamia de Borges, se trata de un homenaje a las antologías literarias a partir de unas entradas biográficas sobre autores que únicamente existieron en la ficción de Bolaño y que conformarían una suerte de mapa de  simpatizantes, pluma en mano, del nazismo o la ultraderecha; la segunda se trata de un artefacto literario cuyos fragmentos no encajarían en ninguno de los formatos a los que estamos acostumbrados. Otro itinerario gastronómico posible es el que ofrecen sus poemas, varios de ellos reunidos en La Universidad Desconocida, Los perros románticos o Tres.

De plato principal, tenemos sus dos tótems, Los Detectives Salvajes y 2666. Ambos generan en el lector la sensación de recibir un gancho de derecha disparado por Mike Tyson en sus mejores días. Kafka decía que un libro debe golpear como un puñetazo, sacudir con violencia la habitual percepción de las cosas. Estas dos novelas totales engullen al lector, lo obligan a atravesar el desierto y a transformar su visión. No tienen nada que ver con la literatura tranquilizadora y condescendiente que tanto abunda en la cultura del entretenimiento, sino que instalan nuevas perspectivas de trescientos sesenta grados. Son ensayos metafísicos pero ensamblados con una eficacia narrativa a prueba de balas. 

Si aún te queda hueco, sigues indemne o simplemente no puedes vencer a la gula, toma como postre lo que está siendo publicado de forma póstuma en títulos como El secreto del mal, Los sinsabores del verdadero policía o El Tercer Reich. Crucemos los dedos para que el disco duro del ordenador de Bolaño no se agote y sigan saliendo textos para los próximos años. El menú, habrás podido apreciar, es variado, pero yo insisto: ¡amigo, amiga, hay que leer a Bolaño!

 

La parte de las letras

 

El escritor debe escribir bien. Su alimento es la oralidad de la tribu y también sus libros. Al igual que Borges, Bolaño se jactaba de las miles de horas que había entregado a la lectura. Las que lo acompañaron siempre, desde los libros que hurtaba en la Alameda del DF hasta los que le rodeaban en su estudio de la Calle del Loro 17, en Blanes, o los que hicieron más llevaderas las jornadas de trabajo nocturno como vigilante en el camping Estrella de Mar en las afueras de Barcelona. Era un lector que escribía. Entre sus autores predilectos, Georges Perec, Borges, Cortázar, Bioy Casares, Juan Rulfo, Silvina Ocampo, Rodolfo Wilcock, Copi. De sus contemporáneos españoles, Álvaro Pombo, Javier Marías, Juan Marsé, Enrique Vila-Matas. Entre los poetas, Baudelaire, Lautréamont, Rimbaud, Jarry, Breton y otros franceses malditos que impulsaron vanguardias. Del parnaso sureño, Vicente Huidobro, Nicanor Parra y Enrique Lihn. De los inmortales, unos cuantos, sólo nombraré aquí a Petronio, Rabelais, Cervantes, Sterne, Melville, Kafka. 

La singularidad de las condiciones en las que Bolaño tuvo que ejercer su oficio podría ser descrita como una batalla solitaria y a la intemperie. Muchos de sus amigos de la juventud terminaron muertos, desaparecidos o enloquecidos. En una de sus novelas cuya lectura más me ha conmovido, Nocturno de Chile, es la vida misma la que se presenta como un campo de batalla. Es Chile, también Latinoamérica, el paisaje en el que este combate adquiere su forma metafórica. Por ello, los recuerdos que asaltan al protagonista, Urrutia, se van sucediendo entre terribles presagios, pesadillas y  toques de queda. Una serie de eventos, muy vinculados a las dictaduras que Bolaño conoció, que adquieren “connotaciones de terror infinito o de terror disparado hacia el infinito, que es, por otra parte, el destino del terror, elevarse y elevarse y no terminar nunca y de ahí nuestra aflicción, de ahí nuestro desconsuelo, de ahí algunas interpretaciones de la obra de Dante, ese terror delgado como un gusano e inerme y sin embargo capaz de subir y subir”.  

La literatura y la vida se funden, son una sola. Por ello, el escritor argentino Rodrigo Fresán, dijo que para Bolaño “ser escritor no era una vocación, era un modo de ser y de vivir la vida”. No hay dudas al respecto, escribía al filo del abismo, defendiendo la última frontera o cazando búfalos en los certámenes literarios de las provincias. En una entrevista, afirmó que “la literatura se parece mucho a las peleas de los samuráis, pero un samurái no pelea contra un samurái: pelea contra un monstruo. Generalmente sabe, además, que va a ser derrotado. Tener el valor, sabiendo previamente que vas a ser derrotado, y salir a pelear: eso es la literatura”. En esta mínima declaración de principios, se observa al narrador que considera su actividad como una cuestión de vida o muerte. También en esa sentencia se pueden encontrar algunos cabos sueltos de las historias que conforman el grueso de su prosa. Sería absurdo intentar comentar aquí, con cierta exhaustividad, la ingente cantidad de temas que aparecen en sus quince libros. De modo tentativo, voy a rescatar sólo dos de ellos que considero esenciales. El primero es la presencia de personajes marginales y a la vez poéticos: suicidas, revolucionarios fracasados, alcohólicos, enfermos, solitarios. Todos ellos experimentan en algún momento la absoluta certidumbre de estar viviendo el más triste desencanto del mundo, interno y externo. El segundo es el problema del mal en el arte, en la literatura, en la guerra, en la sociedad. Por sintetizar, en la misma naturaleza humana.

En la escritura de Bolaño, la figura narrativa preponderante es, según ha apuntado Ignacio Echevarría, el poeta. Un ser que soporta el vivir extraviado y como sin raíces. Extranjero en cualquier tierra o, como decía María Zambrano, poeta es aquél “que entrevé algo en la niebla y a eso que entrevé es fiel hasta la muerte, fiel de por vida. Y no le exige, como el filósofo, ver su cara para entregarse a él. No lucha, al modo de Jacob, con el ángel. Acepta y anhela ser vencido”.  Pero eso de ninguna manera modifica su afán por hacer de la vida una obra de arte. En su condición de poeta, Bolaño reivindicó al artista que compromete su vida a la expresión de un fenómeno estético. Un camino que, más allá de sus desbordes, excesos e infortunios, aspira a la excelencia. El poeta sabe que está condenado de antemano a la derrota y no por eso elude la pelea. Intentará caer como un valiente y en eso consistirá su victoria. El verso del emblema poético es, quizá, el pronunciado por Mario Santiago Papasquiaro, duende bohemio de la poesía mexicana y el mejor amigo de Bolaño, “si he de vivir que sea sin timón y en el delirio”. A mediados de los ’70, ambos fundaron en el DF un movimiento al que bautizaron infrarrealismo. Se trataba de una pandilla de poetas Dadá a la mexicana, funámbulos sin red, que buscaban el calor de la desmesura. Perros desesperanzados, metidos en cataclismos y apaleados más de una vez, pero rabiosos de un romanticismo tierno hasta el infinito. Miembros de una generación latinoamericana que, a la sombra de los ´60 y soñando con prolongar una utopía revolucionaria ya en vías de extinción, recorrió los circuitos de la violencia política para terminar siendo víctima de una metodología del mal aplicada desde el Estado. La mirada poética y retrospectiva de Bolaño nunca buscó, sin embargo, ser portadora de un mensaje reivindicativo o militante de izquierda, tampoco se propuso el ajuste de cuentas. Intentó, eso sí, abrir un diálogo moralmente severo y valiente con el propio pasado. No se trataba sólo de una mera elección estética, sino de un compromiso solitario de naturaleza ética. Una actividad de riesgo que se desenvolvió a partir de colisiones, conflictos y desastres. 

 

La parte de los tótems y el mal

 

En Los detectives salvajes se narra la búsqueda de la poeta Cesárea Tinajero emprendida por el peruano Ulises Lima (álter ego de Mario Santiago) y el chileno Arturo Belano (inspirado en el propio Bolaño). De la obra de Tinajero, desaparecida en 1929 y fundadora del realismo visceral, apenas quedan rastros. Lo cual no es óbice, más bien parece ser un aliciente, para que estos detectives literarios se lancen a la aventura de un viaje que se estira por dos décadas y se derrama por varios puntos geográficos de México, Estados Unidos, Latinoamérica e incluso por ciudades como Madrid, París, Tel-Aviv, Viena, Luanda, Kigali o Monrovia. Un recorrido de locos en el que gritan los monstruos, hablan los delirios mundanos y crece cierta devastación. La novela visita y reformula temas clásicos de la literatura latinoamericana tales como las dictaduras, el exilio, la épica de los perdedores, la amistad o la vida descarriada de los artistas. Todo ello sutilmente acompañado de episodios fantásticos y lisérgicos dignos de Fear and Loathing in Las Vegas, escrita por Hunter S. Thompson y llevada al cine por Terry Gilliam. Una de sus rarezas geniales es que siendo una historia poblada de poetas, ninguno de ellos escribe. Se dedican a vivir y en ese vitalismo se disuelve el arte. Poesía es lo que hacen con sus actos, no en el papel, Ulises Lima y Arturo Belano.

Sin perjuicio de los juegos metaliterarios y de las bromas de todo tipo, el estilo literario es limpio y realista. Bolaño se fijaba como objetivo acercarse al idioma con los ojos y los oídos abiertos. Concedía poco espacio al mundo interno de sus personajes, para privilegiar los hechos que se traducen en datos. La pesquisa desenvuelve la trama y a pesar de los diversos órdenes de la experiencia que parecen cruzarse de forma aleatoria, tejiendo una enrevesada urdimbre de relaciones entre los personajes, todo el argumento se conecta al hilo de una lógica implacable. Las páginas de esta novela no se leen, se devoran.

Acerca de Los detectives, la crítica especializada ya ha dicho todo lo que se podía decir. Que es la nueva Rayuela, que es una road movie con ritmo trepidante, que no dejó lugar literario a ninguna otra novela gracias a su voracidad y su capacidad imperial de colonizarlo todo (Alan Pauls dixit), que es una polifonía de géneros que se expresa a través de una narrativa híbrida. Lo que en español vendría a ser que se trata de un mestizaje textual de autobiografía, ensayo, crítica literaria, diario de viaje, ficción e historia. Todos elementos que ensanchan la noción de la novela y rompen moldes o etiquetas preestablecidas.     

Con un número inquietantemente críptico, 2666, Bolaño nos trae noticias del apocalipsis. Desde la Primera Guerra Mundial hasta la sangre que recorre las calles de Estados Unidos. No se trata de un averno ultra terrenal destinado al castigo eterno de las almas, ni tampoco de la morada del príncipe de las tinieblas, sino más bien de un estado que se origina en la mente del hombre poseído por la locura o que se manifiesta mediante actos de una violencia sin límites. No sólo los actos sino también los silencios, pueden ser cómplices del horror. Además de la descripción de infiernos personales, ya incluidos en diferentes pasajes de sus novelas y cuentos, el mal aparece como un ruido de fondo incesante, una marea silenciosa que avanza colonizando el campo de lo real, incluso de lo cotidiano. En ese mismo ámbito, pueden verse referencias salpicadas a temas tales como la crueldad, el sadismo y el sufrimiento que habitan en el lado obscuro del alma humana pero que, sin embargo, también están inexplicablemente cerca de la bondad, la belleza y lo sublime. Como el caso del nazi Carlos Ramírez Hoffman, incluido en La literatura nazi en América, que escribía poemas en el cielo con humo lanzado desde su avioneta. André Gide dijo que con los buenos sentimientos no se hace literatura.

Bolaño, que era un pan de Dios, no trabajó jamás desde una lógica dicotómica que divide claramente el bien del mal, los buenos de los malvados. El MAL, así con mayúsculas, no es otra cosa que el ejercicio que se impone a la condición humana desde una libertad y voluntad, que ella misma encarna, y que resultan irreducibles. Así es como podemos interpretar desde esta clave el siguiente pasaje de 2666: “luego hablaron sobre la libertad y el mal, sobre las autopistas de la libertad en donde el mal es como un Ferrari”. La relación del mal con el arte es recurrente en Bolaño. Él mismo decía conocer algunas encarnaciones del mal y optaba por dividir a éste en dos versiones: una caliente y otra fría. La primera es neutralizable, pero la segunda es “como la sombra de la humanidad y nos acompañará siempre. A menudo es difícil diferenciarlos”.  Las imágenes de aflicción y tormento que inundan su enorme 2666 dan cuenta del lienzo que recoge estas variables. El entusiasmo orgiástico de los asesinos de mujeres de Santa Teresa adquiere la forma de ritos dionisíacos. Frente a ellos no hay prohibición que valga. El descuartizamiento de las víctimas responde al sadismo, al impulso de muerte freudiano, o quizás a que «es siempre la muerte lo que introduce la ruptura sin la cual es imposible acceder al estado de éxtasis» como sostenía Bataille. Por su parte, Baudelaire se refería a «un oasis de horror en medio de un desierto de aburrimiento», según la cita que el mismo Bolaño introdujo para abrir su novela. ¿Cuál de ellos estará en lo cierto?

En 2666, la descripción minuciosa y detallada del estado de los cuerpos femeninos luego de la violencia demuestra el vacío sobre el que se asientan las peores calamidades. Bolaño da testimonio de una verdad irreparable: el espíritu humano florece junto a la sombra del matadero. No se pretende ensalzar el mal, ni la crueldad humana, tampoco hay una exaltación de lo despiadado. Llanamente, la ansiedad milenarista y la cifra del Anticristo van hacia un mismo destino. Éste se cumple de forma inexorable en la tierra baldía del capitalismo: Santa Teresa. Allí se establece la ronda macabra de los asesinatos en serie. ¿Quién es el culpable?, ¿Por qué asesina de esa manera tan cruenta?, ¿Dónde está el responsable de frenar esta trágica embriaguez?

No hay respuestas para estas preguntas. Como tampoco las hay para los casos de Auschwitz, Treblinka o Dachau. Entre tanto desasosiego, la única epifanía amorosa es la propia literatura y eso a Bolaño le salía por los poros de la piel.    

Hay escritores a los que se admira, hay otros a los que queremos y hay escritores a los que tenemos necesidad de agradecer porque, como dice Claudio Magris, “sus libros dejan una marca en nuestra vida, abren una ventana a una realidad nueva o, más aún, a un mundo en el que nos reconocemos, en el que se descubren y se reencuentran -con mayor claridad- los propios fantasmas, las propias esperanzas”. GRACIAS BOLAÑO.

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