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Manu Chao en Rivas

Supongo que por razones de la edad, los conciertos de rock ya no me despiertan la pasión de antes. Sin embargo, tenía grandes expectativas de asistir al  que ofrecería Manu Chao en Rivas Vaciamadrid. El precio de las entradas resultaba asequible por lo que no me costó demasiado trabajo convencer a un amigo para que se sumara a mi inusual propuesta. Los comentarios que siempre me habían llegado acerca de la conexión entre Manu Chao y su público, del derroche de energía y de fiesta para bailar en que se convertían sus recitales, eran los mejores augurios de lo que seguramente nos aguardaba.
Aquella noche de viernes, en un bar cercano al auditorio Miguel Ríos, vimos con mi amigo la final de la Copa del Rey en la que el Atlético de Madrid del Cholo Simeone derrotó al Real Madrid de Jose Mourinho. El protagonismo mediático que han adquirido los directores técnicos (los Míster) en España y el fútbol en general, podrían ser interesantes temas de análisis para la sociología. Disfruto como un niño de los partidos de fútbol pero cada día me resulta más infumable el circo que se monta en torno a los mismos.
Al filo de la medianoche apuramos el último trago de cerveza, pagamos la cuenta y nos pusimos en marcha atravesando las desiertas calles del extrarradio madrileño.  Rivas Vaciamadrid, vaya nombre. A izquierda y a derecha del bulevar por el que íbamos, se veían urbanizaciones de casas adosadas en hilera, todas idénticas. A excepción de unas pocas ventanas iluminadas, lo demás estaba completamente oscuro. La noche sin luna y nosotros atravesando un barrio vacío, no fantasmal pero sí inquietante. Después de pasar la última glorieta, por fin aparecieron las luces del Miguel Ríos como a unos trescientos metros adelante nuestro. Más que un simple auditorio, se trata de un enorme anfiteatro construido sobre la falda de una colina deforme. Su diseño fue considerado un avance en materia medioambiental puesto que en aquellos terrenos llegaron a acumularse 8 millones de metros cúbicos de basura. De hecho, aquella zona de Rivas se convirtió durante los años 80 en uno de los mayores vertederos incontrolados de todo el país. Luego del proyecto de descontaminación impulsado por la administración, toda esa porquería fue encapsulada en celdas bajo tierra. Así como lo leen. Para flipar.
Mientras traspasábamos las puertas de acceso y nos sometían al correspondiente cacheo aeroportuario, se escucharon los primeros acordes seguidos luego del bombo de la batería. La euforia se desató entre los más jóvenes que empezaron a correr hacia el encuentro de otros jóvenes que habían llegado antes. Nosotros, en cambio, nos ubicamos a una distancia prudencial del escenario y alejados de la muchedumbre que comenzó a saltar y gritar al unísono. La marea de cabezas dirigida hacia un hombre de escasa contextura física, semblante eléctrico e indumentaria multicultural: pantalones de pescador, una especie de guayabera y gorra de verde camuflado con visera. Desde la primera grada en la que nos situamos, resultaba imposible apreciar más detalles pero era inconfundible con su guitarra al hombro. El auténtico Comandante Chao.
Nuestra ubicación resultaba perfecta para disfrutar del show. La gente de nuestra edad, un rango que iría desde los 30 a los 45, puso en práctica aquello del respeto por el espacio vital del otro. Amontonamientos sólo los justos y necesarios. El humo del cannabis sativa, también del tabaco, comenzó a ascender en granel. En muchas de las canciones de Manu Chao se rinde homenaje a la marihuana y a todo lo que la rodea en relación con la percepción retardada del tiempo, el disfrute relajado y la apertura de los sentidos. El “buen rollito”, para simplicar. Mientras tanto, la banda suena con fuerza y precisión. Madjid Fahem, es un virtuoso guitarrista; Garbancito, ex de la Mano Negra, es potencia en la batería y Gambeat, con su bajo y la caja de sonidos, trabaja como un pulpo. Nada está librado al azar en ese escenario. Manu Chao se destaca como un front man sensacional, pirotécnico, capaz de hacer bailar al público de forma frenética durante horas. Es un sube y baja de velocidades. A sus cincuenta y un años, el maratón que se pega en cada show dejaría a más de un cantante ingresado en terapia intensiva. Se mueve más que el atleta Mick Jagger en sus mejores días. Parece que también ha firmado el pacto con el diablo para asegurarse la eterna juventud. Desde el escenario grita  “ARRIBA MI GENTE”.
La aparición en 1998 del disco Clandestino, el primero que lanzó después de la disolución de Mano Negra, puso sonido a una etapa que, al igual que muchos otras, se caracterizó por el alto grado de incertidumbre y de problemas que aquejaban a la humanidad. En la despedida del siglo XX, Chao aportó historias de todos aquellos pueblos y personas aplastadas por los Estados, las multinacionales y las mafias. En sus propias palabras: Bomba atómica, bomba economía, bomba política. Buscó dar voz a un universo de pobres, olvidados y desesperados que son víctimas de la forma de vida occidental. En este sentido, un mundo mejor debería ser posible o, mejor dicho, deberíamos hacerlo posible. Para ello resultaba indispensable, en ese momento más que nunca, sumar las fuerzas del bien para derrotar al Babylon system. Símbolo mítico de la dictadura del dinero, el consumo, la alienación y las guerras. Un vampiro según lo definía Bob Marley en una de sus canciones. Ante el avance de esta maquinaria deshumanizada, se alzarían aquellos pueblos y personas que aspiran a un mundo mejor, aunque no tengan aún en claro cómo alcanzarlo. El territorio imaginado por Chao recorre desde Tijuana a la Patagonia, pasando por el África negra, el Magreb y algunas ciudades relegadas del este y oeste europeo. Se trata de una geografía espiritual señalada y celebrada por él como último reducto en el que late la vida, la gente se ama, baila y hace música.
Por aquellos años, la propuesta resultaba un tanto estrafalaria y por ello muy atractiva. Un francés, hijo de gallego y vasca exiliados del franquismo, cantaba en español bajo los influjos del folklore latino más variado. Rumba, vallenato, guaguancó, cumbias, pachanga y rancheras, a los que sumaba rock, reggae y dub. Un diario sonoro de viaje en formato de radio pirata, justo cuando se presentaba un momento dulce para el mercado de la world music.
En poco tiempo, Manu Chao se convirtió en un super ventas, dicen las malas lenguas que también en un millonario. Muchos dicen haber pasado alguna tarde memorable en su piso del Barrio Gótico barcelonés o en su casa del norte de Brasil. Yo no estuve nunca, pero sí recuerdo que los loops narcóticos y samples contundentes de Clandestino se escuchaban por Buenos Aires en todas las fiestas, en todos los asados. Sus ritmos pegadizos, grabados sin pausas, y las preguntas ingenuas que lanzaba nos producían a mis amigos y a mí algo parecido a la fascinación, un estado hipnótico. Éramos tiernos jovenzuelos que teníamos ganas todavía de abrir bien los ojos y escuchar lo nuevo. Él nos lo ofrecía en fragmentos de radio, mensajes de contestador de teléfono, noticias de telediario, manifiestos políticos del EZLN o anuncios publicitarios del Caribe. La voz masculina de Radio Reloj anunciando la hora de las distintas ciudades era un particular collage de la fusión multicultural. Un mapa sin fronteras, sin purezas ni esencias, tampoco contradicciones. Estaba de moda hablar de lo posmoderno y Clandestino se parecía bastante. Hablaba en forma de fragmentos. 
Después del primero, llegaron varios discos más y todos resultaron prolongaciones estériles de lo que ya se había mostrado. Un chicle que se estira y va perdiendo sabor. Próxima Estación Esperanza, Radio Bemba Sound System,  Sibérie m’était contéee…, La Radiolina, fueron testimonio del sello reivindicativo de algunas de sus críticas sobre el estado calamitoso del mundo y de otras cuestiones más pedestres como el desamor, la malegría, la luna o el sol. Todo se mezclaba en la portaestudio y luego se reproducía. Los condimentos corrían por cuenta del Pro Tools. Una plataforma de producción de audio para PC que permitió a Manu Chao convertirse en un su propio editor y mezclador de sonido. 
Quizá a su pesar, fue visto, por más de uno, como un mensajero de esperanza. Siempre hemos necesitado profetas y en el viejo mundo comenzaba a fraguarse, en movilizaciones como la de 2001 contra el G 8 en Génova, el cansancio y descontento que aún subsisten. La sensación no de catástrofe pero sí de fin de ciclo sin signo alentador en el horizonte.
¿Música de izquierdas?, ¿música comprometida? Yo diría música socialdemócrata y políticamente correcta. Música para un público de lo más heterogéneo -generalmente compuesto por masas progresistas y bien pensantes de europeos o latinoamericanos- pero con la característica común de tener el dinero suficiente para pagar las entradas a sus conciertos, comprar sus discos o, al menos, copiarlos en un ordenador. Chao, al igual que otras figuras del espectáculo como Bono, Javier Bardem, Sean Penn o Angelina Jolie, utiliza el micrófono, y la amplificación que adquiere lo que él dice, para llamar la atención sobre las injusticias del mundo. Nada hay de reprochable en este compromiso que él asume desde su doble status de ciudadano cosmopolita, con pasaporte europeo, y de estrella de la industria musical. Se trata, incluso, de una actitud loable, digna de admiración. Pero, ¿puede un artista denunciar al capitalismo y al mismo tiempo beneficiarse de sus reglas de juego?, ¿puede un adalid de la lucha contra la globalización económica vender camisetas en su página web?, ¿Hay mercadotecnia detrás de ese amor por el tercer mundo tantas veces proclamado?
No parece exagerado afirmar que las consignas y mensajes políticos manuchoescos son insustanciales y confusos. Sin lugar a dudas, la parte más floja de su arte. Gritar en sus shows «pase lo que pase, sea lo que sea, a tu manera», se parece bastante a las campañas publicitarias de Coca-Cola o de Ikea. Con ese eslogan simplista y banal no se puede anunciar la búsqueda de cambios o mejoras en el mundo. En algunas de sus canciones se puede escuchar: «por el suelo camina mi pueblo», «todo es mentira en este mundo», o «Tú no tienes la culpa mi amor, Que el mundo sea tan feo, Tú no tienes la culpa mi amor, De tanto tiroteo (…)  En este mundo hay mucha confusión, Suenan los tambores de la rebelión, Suena mi pueblo suena la razón». Todo esto se parece bastante a la demagogia. Otro asunto es si ésta vendría a estar justificada por el servicio que presta a causas justas. De modo expreso, en el universo de Chao entrarían la causa zapatista, la de los saharauis, la de los campesinos sin Tierra de Brasil, la de los internados en un hospital psiquiátrico de Buenos Aires, la que propugna la legalización de la marihuana, la de los que protestan por la subida de las tasas universitarias o la de los inmigrantes sin papeles. El listado podría extenderse hasta cubrir una página.
El problema es que su imaginería no está en condiciones de despertar la conciencia de nadie, más bien se trata de un eficaz adormecedor. Un consuelo barato para aplacar la mala conciencia burguesa (y perdón por el uso de un término tan anticuado). Parecido a esas campañas solidarias de enviar un sms, por valor de un euro con quince céntimos, para dar de comer o apadrinar a un niño de África. La forma más rápida y económica de sentirse buena persona.    
Para ir finalizando diré que quiero a Manu Chao, por eso me da pena que su música esté embadurnada de romanticismo tercermundista. Me parece una pose fetichista y sin consistencia. Un tren mestizo, a vapor de la esperanza, que no va a ninguna parte. El confortable travelling without moving del que hablaba una canción de Jamiroquai. Necesitamos, como siempre y más que nunca, poetas y músicos que nos sacudan y conmuevan. Que subleven nuestra mente, incluso cuando los conciertos de rock, por razones de la edad, ya no despierten las sensaciones del pasado.

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