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Lost in La Mancha

Lost in La Mancha es el nombre de un entretenido documental, dirigido por Keith Fulton y Louis Pepe, que cuenta las desventuras que atravesó Terry Gilliam y su equipo de filmación cuando se propusieron hacer una película del Quijote de la Mancha. El proyecto de Gilliam, con rodaje  en España, nunca pudo terminarse y quizá algo tenga que ver el carácter misterioso de la región de La Mancha. Un lugar donde pueden pasar cosas tan sorprendentes  como estar tomando algo tranquilamente en la Plaza Mayor de un pueblo y de repente caer en la cuenta de que en la mesa de al lado fuma un cigarrillo alguien tan amenazante como Max Cady, el personaje interpretado por Robert De Niro en la película “Cape Fear” (El cabo de miedo, 1991, de M. Scorsese). Allí estaba el tipo, cara arrugada de lagarto, cuerpo fibroso y gafas negras a lo Lou Reed. Sus brazos surcados por venas hinchadas estaban cubiertos de tatuajes. No de aquellos convencionales, que abundan hoy en día, con flores maoríes o motivos tribales. Los suyos provocaban escalofríos. Grabados hace años con tinta de boli, vaya uno a saber si en la cárcel o en alta mar, resultaban ilegibles desde la distancia que nos separaba. Allí estaba él, como un lobo cansado luego de la cacería, bebiendo a sorbos un tercio de cerveza y con las cicatrices de una vida en el lado salvaje.
Entretanto, y luego de un contundente plato de migas especialidad del Bar “El Gordo”, intentaba yo descifrar las esencias de esta tierra austera y seca. La misma que inspiró a Cervantes y a la que Antonio Machado dedicó estos versos: “¿No tuvo en esta Mancha su cuna Dulcinea? ¿No es el Toboso patria de la mujer idea del corazón, engendro e imán de corazones a quien varón no impregna y aún parirá varones? Por esta Mancha –prados, viñedos y molinos- que so el igual del cielo iguala sus caminos, de cepas arrugadas en el tostado suelo y mustios pastos como raído terciopelo: por este seco llano de sol y lejanía, en donde el ojo alcanza su pleno mediodía (un diminuto bando de pájaros puntea el índigo del cielo sobre la blanca aldea, y allá se yergue un soto de verdes alamillos, tras leguas  y más leguas de campos amarillos), por esta tierra, lejos del mar y la montaña , el ancho reverbero del claro sol de España, anduvo un pobre hidalgo, ciego de amor un día -amor nublóle el juicio: su corazón veía-“.
La escapada durante el fin de semana hasta la muy teatral Almagro no respondía a ningún plan preconcebido, pero todo lector del Quijote de la Mancha -cuando llega a traspasar como yo ciertos umbrales de fanatismo- se siente atraído por estos pueblos en los que, al parecer, hay poco que ver y mucho que imaginar.
No existe pueblo que no tenga alguna peculiaridad y para los almagreños resulta un motivo especial de orgullo su Corral de las Comedias, construido en 1628, y su Teatro Municipal de estilo italiano levantado a finales del siglo XIX. En espacios de fantasía como éstos, basta con que el dramaturgo nombre a la luna para que ésta aparezca. Gran lección del siglo de oro, la vida es teatro.  Sospecho que fueron los efectos de la segunda copa de Valdepeñas o del asadillo manchego ingerido bajo el sol abrasador, pero juraría que aquella tarde vi pasar, sobre el empedrado de la antigua Plaza de Armas, a Sancho Panza montando una bicicleta con manubrio de Harley Davidson. Detrás de él, iba Dulcinea con el pelo pintado de rubio y la bolsa de la compra colgada de un brazo. Así es La Mancha, llena de cosas inexplicables.
Por la noche, cambié de escenario. Restaurante “La Muralla”. Su ambientación imitaba, con escaso resultado, a un salón medieval  o mejor dicho a la imagen que nos hemos hecho de ellos por las películas de época. El fuego de las lámparas se simulaba con papel recortado en forma de llama iluminado desde abajo e impulsado por una ráfaga de aire. No he logrado aún explicarme el criterio estético que ha guiado la elección de estos artilugios de casino en Las Vegas. Una alfombra bordó cuelga de una de las paredes, tiene pegadas un par de Flores de Lis doradas en su centro. En otra tela del mismo color se podía ver al león británico con la garra sobre el globo terráqueo. Un extintor de incendios se asomaba por detrás de una celosía. Fallido intento de darle al salón un toque de monasterio o convento.
En una mesa extraordinariamente larga cenaban catorce comensales. Dos ancianos y el resto ancianas. Algunas parecían invitadas del más allá, como si hubiesen bajado sólo por esa noche para procurarse la compañía de los mortales. Se trataba de un grupo seglar de franciscanas, en su mayoría oriundas de Almagro, según me informó la camarera. Pedro Almodóvar en su película “Volver” homenajea esta costumbre, muy extendida entre sus conterráneos ya fallecidos, de regresar a la vida cuando se les antoja necesario. A esas alturas de la noche todo resultaba posible. Las simpáticas octogenarias se habían zampado tres platos y el surtido de postres, plácidamente alejadas de cualquier ideal franciscano. En las botellas de vino no había quedado ni una gota.
Cuando Cervantes situó a su Ingenioso Hidalgo en el universo de La Mancha era consciente de que en esta tierra, de imaginación febril, los muertos y los vivos han formado una sola comunidad. La muerte está en la vida y el quijotismo va a su encuentro como individualidad lanzada a su destino. Detrás de una sólida sospecha de demencia, producto de la lectura, se encuentra el heroísmo del caballero de la triste figura que consiste en saltarse los principios de la realidad para adquirir una lucidez absoluta acerca de la condición humana y la certeza de su mortalidad. Es difícil saber si estamos ante una  comedia o una tragedia. En cualquier caso, la lectura de «la Biblia española» (Unamuno dixit) nos ofrece el relato de las aventuras que atraviesan Don Quijote y su fiel escudero al salir por los caminos. El primero de ellos, movido por la búsqueda de su identidad de caballero andante, el otro por un vitalismo extremadamente resistente. Ambos haciéndonos reír de ellos y de nosotros mismos. La mirada cervantina está preñada de ironía y desencanto, pero es gracias a la desilusión que resultan posibles el amor y la amistad. La mayor obra literaria en lengua hispana y capital en las letras occidentales tiene infinitos significados, tantos como lectores. Un libro como éste sólo puede nombrarse, cualquier intento de acotarlo en etiquetas o clasificaciones resultaría estéril. Dostoievski decía que el Quijote bastaría para justificar a la humanidad y no seré yo quien le contradiga. Escribir y leer sirven para, entre otras cosas, distraerse de la muerte. Reír y sonreír leyendo a Cervantes. Sabiendo que la literatura existe porque convivimos con la muerte aunque en La Mancha eso ya lo sabían desde siempre. 

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