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La Melancolía

La MELANCOLÍA es uno de los nombres de la literatura, una de sus posibles fuentes y, a su vez, también una de sus frecuentes manifestaciones.
Aristóteles decía que todos los hombres excepcionales son melancólicos, mientras que Charles Baudelaire, en 1877, apuntaba en su Diario​, «he encontrado la definición de belleza. Es algo de ardor y de aflicción, […] de voluptuosidad y de tristeza, que conduce a una impresión de melancolía, de lasitud, hasta de saciedad».
La melancolía es bilis negra, desasosiego irreparable, fruto inútil de un duelo. También es búsqueda de algo que se ha perdido en el trayecto. No siempre somos bendecidos con la gracia de saber qué es lo que hemos perdido y si en verdad lo hemos poseído alguna vez. Es travesía por un desierto que está plagado de espejismos. Dejadme que me recree en ellos antes de que la luz ciegue mis ojos, antes de que la sed se convierta en arena. Esta es la plegaria del trovador.
Decía Nietzsche que poseemos el arte por miedo a que la verdad nos destruya. La imaginación literaria utiliza la mentira, el engaño y la falsificación, pero todo ello con un noble objetivo: ocultarnos que la verdad, la única verdad inobjetable es que vamos a morir. Engañar con buena conciencia es la tarea honrosa del escritor, incluso podríamos decir, de todo artista. Darle sentido al sufrimiento no implica dejar de experimentarlo, más bien respondería al anhelo de incorporarlo a la vida y sustraer de él toda la savia que pueda llegar ser alimento de la creatividad.
Hay que esquivar la locura. Ya se sabe lo mucho que sufrió con su enfermedad la pobre Lucia Anna, hija esquizofrénica de James Joyce, y lo sola que murió en aquel desangelado hospital inglés de St. Andrews en Northampton. Imagínense la crianza al lado de un genio como Joyce, servirle de inspiración para el personaje de la “muchacha Arco Iris” del  Finnegans Wake; brillar con luz propia en el Paris de finales de los años ‘20 gracias a sus dotes como bailarina; enamorarse de alguien tan raro como Samuel Beckett y que no sea un amor recíproco, correspondido, que te abandone enferma del alma, con el cerebro en llamas y desesperada y que esa circunstancia te parta el corazón; ser paciente de Carl Jung y que ni siquiera él pueda curarte y que encima haya afirmado que ambos, padre e hija, se deslizaban al fondo de un río, sólo que él sabía bucear y ella se hundía irremediablemente. La pobre Lucia, que se hundía irremediablemente y que, según cuenta Carol Loeb Shloss, fumaba sin parar esperando la muerte. Apenas recibía visitas, sin embargo cuando llegaban ella se mostraba extremadamente alegre y amable. Imagínense lo que vería a través de una ventana en las paredes del psiquiátrico: un fragmento de cielo blanco, sin pájaros ni sol, mientras la ceniza tardaba en caer al suelo. Ella se hundía irremediablemente. Ella que había sido, según su propio padre, la maravilla salvaje.


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