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Homenaje mínimo a Roberto Arlt

En 1929, Roberto Arlt daba a conocer en Buenos Aires, a través de editorial Latina, su obra Los siete locos y entre sus variopintos personajes desfilaba el Rufián Melancólico. Miembro de una sociedad secreta dirigida por El Astrólogo y en la que participan  Remo Erdosain, un pícaro sin amor por el dinero y bastante holgazán a la hora de concretar sus deseos, El hombre que vio a la Partera y otros ilustres secuaces tales como Barsut.
El objetivo de la sociedad secreta es llevar a cabo una revolución científica, violenta y absoluta, con fondos provenientes del proxenetismo y circundada de una red de instituciones anarquistas, sometidas a un férreo control de obediencia, proponiendo la creación del misticismo industrial con el siguiente lema: «Es tan bello ser jefe de un alto horno como hermoso antes descubrir un continente».
Se trata de una empresa de explotación que incluye entre sus potenciales víctimas a la mujer, el niño, el obrero, los campos y los locos. Tal como se puede apreciar, no se salva prácticamente nadie de la ácida ironía arltiana.
Roberto Arlt nos dejó como legado uno de los momentos más sublimes de la literatura argentina cuando introduce -con guiño cómplice al Fiódor Dostoievski de Los hermanos Karamazov- el discurso de El Astrólogo:

“­ Sí, llegará un momento en que la humanidad escéptica, enloquecida por los placeres, blasfema de impotencia, se pondrá tan furiosa que será necesario matarla como a un perro rabioso...
¿Qué es lo que dice?...
Será la poda del árbol humano... una vendimia que sólo ellos, los millonarios, con la ciencia a su servicio, podrán realizar. Los dioses, asqueados de la realidad, perdida toda ilusión en la ciencia como factor de felicidad, rodeados de esclavos tigres, provocarán cataclismos espantosos, distribuirán las pestes fulminantes... Durante algunos decenios el trabajo de los superhombres y de sus servidores se concretará a destruir al hombre de mil formas, hasta agotar el mundo casi... y sólo un resto, un pequeño resto, será aislado en algún islote, sobre el que se asentarán las bases de una nueva sociedad.
Barsut se había puesto en pie. Con el entrecejo fiero, y las manos metidas en los bolsillos del pantalón, se encogió de hombros, preguntando:
Pero, ¿es posible que usted crea en la realidad de esos disparates?
No, no son disparates, porque yo los cometería aunque fuera para divertirme.
Y continuó:
Desdichados hay que creerán en ellos... y eso es suficiente... Pero he aquí mi idea: esa sociedad se compondrá de dos castas, en las que habrá un intervalo... mejor dicho una diferencia intelectual de treinta siglos. La mayoría vivirá mantenida escrupulosamente en la más absoluta ignorancia, circundada de milagros apócrifos, y por lo tanto mucho más interesantes que los milagros históricos, y la minoría será la depositaria absoluta de la ciencia y del poder. De esa forma queda garantizada la felicidad de la mayoría, pues el hombre de esta casta tendrá relación con un mundo divino, en el cual hoy no cree. La minoría administrará los placeres y los milagros para el rebaño, y la edad de oro, edad en la que los ángeles merodeaban por los caminos del crepúsculo y los dioses se dejaron ver en los claros de luna, será un hecho.”

Tres años después de la aparición de Los siete locos, Aldous Huxley publicaba Brave New World  (Un mundo feliz), considerada como la novela de la “utopía al revés” por antonomasia. Mientras Huxley describe un mundo futuro en el que los progresos científicos en física, química y mecánica han abierto paso a un control casi absoluto del ser humano en sus ámbitos psicológicos, fisiológicos y biológicos, Arlt propone el caos sin sentido del mundo presente. Su punto de partida se parece mucho al diagnóstico que hiciera el filósofo del tango, Enrique Santos Discépolo, en su magistral Cambalache de 1934:

“Que el mundo fue y será una porquería
ya lo sé...
(¡En el quinientos seis
y en el dos mil también!).
Que siempre ha habido chorros,
maquiavelos y estafaos,
contentos y amargaos,
valores y dublé...
Pero que el siglo veinte
es un despliegue
de maldá insolente,
ya no hay quien lo niegue.
Vivimos revolcaos
en un merengue
y en un mismo lodo
todos manoseaos...”

Para Arlt y Discépolo, el “futuro llegó hace rato” y trajo en sus entrañas el vaciamiento del sentido, la pérdida de la dirección. Un desierto de valores y esperanzas.
El horror es cotidiano, no tenemos que imaginarlo como algo que está por venir sino que nos inunda (“llevaremos engañados a los obreros, y a los que no quieran trabajar en las minas los mataremos a latigazos. ¿No sucede esto hoy en el Gran Chaco, en los yerbales y en las explotaciones de caucho, café y estaño? ”). Para ver el horror, basta con abrir bien los ojos. Por ello, todo se ha tornado posible hasta el proyecto delirante de El Astrólogo. Vidas amargas como el mate, que buscan un revulsivo, alguna forma de quitarse el tedio de encima, de poner coto a la náusea existencial y que están dispuestos a todo.

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