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En el barrio de las Injurias. Lo maldito 

En Madrid, vivo cerca del que en tiempos remotos se conocía como el barrio de las Injurias. Nombre perfectamente literario para una zona delimitada entre el actual Paseo de las Acacias y el de Yeserías, no lejos de Pirámides ni del Vicente Calderón, estadio del Atlético de Madrid. Hacia el sur y el este de la Puerta de Toledo, el paisaje se ha modificado brutalmente si lo comparamos con las fotografías de comienzos del siglo XX. En los edificios y urbanizaciones del presente -muchas de ellas con sus jardines y perímetros de seguridad privada- no quedan ni rastros de lo que a finales del siglo XIX fue un barrio pobre de mala fama y luego una zona industrial.  

Hay que ver lo que ha cambiado esta ciudad con el vaciado industrial, seguido por los efectos de la política de tierra arrasada aplicada en el Centro, y alrededores, para borrar toda huella de lo castizo. Madrid se ha sumado con entusiasmo al proceso, puesto antes en marcha en otras ciudades europeas, de mutación en escaparate para el turismo y los negocios. El lema bien podría ser “Si lo quieres, lo pagas y lo tienes”. Un fenómeno parecido al de Barcelona, ya convertida en la Disneylandia del Mediterráneo. Ciudades privatizadas, ciudades mercancía, contrarias a facilitar los encuentros o intercambios no lucrativos entre personas. Quizá usted, amable lector, sepa comprender y perdonar que no me extienda en este lacerante asunto. Ya decía Flaubert que hay que alejarse de la tristeza. Puede convertirse en un vicio.

El barrio de las Injurias fue, para ser preciso, un conglomerado de unas cincuenta chabolas en las cercanías del río Manzanares. Una ciénaga que vio nacer, hacia 1886, a Felipe Sandoval. Un sujeto pronto convertido en leyenda a causa de los espectaculares atracos que protagonizó en la época de la II República. De ideas anarco-revolucionarias, ingresó paradójicamente en la historia oficial como un gánster. Un avezado pistolero al que la prensa y la policía pusieron el sambenito de enemigo público número uno. El documental El honor de las injurias del año 2007, dirigido por Carlos Garcí­a-Alix, rescató su figura para ofrecerla con otros matices y hacer algo de justicia. Dejaré de lado cualquier consideración sobre la forma arbitraria en que se escribe la historia y sus desencuentros con la verdad, para contarles un par de impresiones que obtuve viviendo en esta zona de la ciudad.

La primera tiene que ver con algo de aquel malditismo que, a pesar de las comodidades actuales, aún subsiste en los alrededores de la Glorieta de Embajadores. En la misma frontera con Lavapiés. A todas horas del día y de la noche pululan por allí politoxicómanos en búsqueda de su cunda o taxi de la droga. Por una tarifa fija de cinco euros por pasajero, estos coches destartalados ofrecen el recorrido hasta el poblado de Cañada Real. Un asentamiento ilegal a unos 15 kilómetros de distancia del centro madrileño y en el que funciona el mayor mercado de drogas de España. Como no llegan los autobuses ni taxis regulares, la cunda es indispensable para el adicto que necesita su ración diaria de cocaína, heroína o alguna otra sustancia más barata de las que se trapichean por la calle.

El consumo de drogas, como de otras cosas que están en el huerto del Señor, puede ser el ejercicio de una libertad o bien la prueba fatal de una esclavitud. La línea que separa una versión de la otra es particularmente delgada. A tenor del tétrico espectáculo que ofrecen los yonquis, al menos los más veteranos, la cuestión parece encuadrarse fuera de los alcances del discernimiento y la voluntad. Alguna fuerza extraña los posee, los enajena y los despoja del principio de identidad. Sus rostros, similares al de los muertos vivientes, están desencajados. Han perdido su fisonomía anterior por la caída de dientes, el aspecto cadavérico, la piel ruinosa plagada de pequeñas contusiones. Los ojos hinchados y acuosos. Paso junto a ellos todos los días, cuando llevo o traigo a mi hija del colegio, y jamás he recibido una agresión, un insulto, ni siquiera me han pedido dinero. A veces tengo la sensación de que no me ven, de que no tienen registro de nadie ni nada que no sea la droga. Los que viven a la intemperie, durmiendo entre cartones, ya no se preocupan por la ropa que usan ni por nada que tenga que ver con sus apariencias. Andan absolutamente descuajeringados. Otros recién descendidos al subsuelo aún conservan algunos rasgos de un pasado en el que tuvieron seguridad y porvenir. Intentan parecer ciudadanos respetables, camuflados con los buenos hábitos de la mayoría. Sin embargo, ésta dirige su mirada, a veces inquisidora y siempre morbosa, hacia los detalles. Justo donde al diablo le gusta estar.   

Penetrante es el olor a pis de la callejuela Alonso del Barco, rebautizada por los vecinos como del Narco, y prueba fehaciente de que estos desafortunados aún conservan sus funciones excretoras intactas. Otras ya están suspendidas, irreversiblemente afectadas por el deterioro. La forma en que caminan, por ejemplo, muestra la rigidez en sus articulaciones. Se trata de un andar errante y autómata. El único que puede proporcionar un sistema nervioso colapsado, que ya no recibe órdenes ni del propio cerebro. 

El lapso de tiempo que transcurre entre la llegada del yonqui a la Glorieta y el momento en que la cunda está preparada para partir con sus tripulantes a bordo es, como suele decirse, de tensa espera. Como zombis pasan el rato fumando colillas o charlando entre monosílabos incomprensibles para los ignorantes de la jerga específica. Otros beben cerveza o comen bollos robados del supermercado de la esquina. En estos últimos dos años, he visto al personal meterse por vía nasal, intramuscular e intravenosa todo tipo de polvos, cristales o líquidos de color lechoso. Les he visto también dentro de vehículos cochambrosos en el instante en que pierden el control de sus cuerpos a causa de la ingesta. Los ojos se les cierran y la cabeza les queda apoyada en un hombro o volcada hacia atrás. Igual que una marioneta  desahuciada.  

Los operativos policiales son una pantomima. Rondas constantes en patrullero, derrochando la gasolina que paga el contribuyente, cacheos a los mismos de siempre y multas aplicadas a insolventes. Supongo que para los burócratas del Ayuntamiento de Madrid la elección es clara: en algún lugar de la ciudad tiene que acumularse la escoria y como no pueden expulsarla o fusilarla, mejor hacer de cuenta que tienen controlado al perro sarnoso.  

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