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El Dios de la abuela Alicia

 

La infancia atraviesa como un hilo de plata todos mis días. Los que dedico al recuerdo y los que se gastan en otros asuntos pero que son asaltados de manera imprevista por un retorno furtivo hacia el origen.  Supongo que uno de los efectos secundarios de ir envejeciendo es preguntarse por el pasado; ¿cómo era mi personalidad a los cinco años?, ¿y a los siete o a los nueve?, ¿cuál era el nombre de aquel compañero de pupitre en la primaria?, ¿adónde fuimos aquel verano del 83?


Salvador Elizondo comparaba la vida humana al paso de una alondra extraviada que penetra en un recinto, lo cruza fugazmente y vuelve a salir hacia la noche. Yo he sentido desde chico que el tiempo desaparece demasiado rápido, como ese pájaro rodeado de noche. El tema del tiempo, que a su vez es el de la muerte, me ha acompañado en todas las etapas como si fuera una obsesión. De niño, por ejemplo, mis  emociones teñían al mundo exterior como algo lleno de amenazas. Estaba repleto de miedos a la oscuridad, a los monstruos, a la locura, a los sonidos extraños que se oyen en las casas viejas. Hasta los veintitrés años viví en una que tenía tres pisos, muchas habitaciones, varios baños y dos patios. Era la casa de mi abuela materna, Alicia, en el centro de Buenos Aires. Allí los pisos de madera crujían sin que nadie caminara sobre ellos. Los caños de agua que atravesaban las gruesas paredes, el viento que se filtraba por puertas y ventanas, los ruidos raros provenientes del fondo, todo ello conspiraba contra mi reposo nocturno.  Dormía en la tercera planta cerca de la habitación de mi abuela, la más grande de la casa. Muchas noches cuando todo estaba oscuro y  los fantasmas de la imagen y los ruidos se agolpaban para asustarme, yo me iba hasta la cama de Alicia sigilosamente y ocupaba el sitio vacante de mi abuelo. Así, infinidad de veces como hasta los diez o los once. 

 

En una pesadilla recurrente de aquellos años, aparecía un tipo pelado con una caja de herramientas. Desde mi cama, podía verlo muy cerca atravesando la puerta de la habitación y a punto de hacer algo que al final nunca terminaba de suceder.  También he llegado a temblar de miedo imaginando la desaparición física de mi madre.  En el rellano de la escalera, me sentaba a esperar su retorno mirando fijamente la puerta. A medida que el tiempo pasaba, la angustia iba en aumento: ¿y si tuvo un accidente mortal?, ¿a qué hora dijo que estaría de vuelta?, ¿le habrán pegado un tiro para robarle la cartera?
Lo curioso del asunto es que tuve, en términos objetivos, una infancia feliz, rodeada de afectos, mimos y besos. Los de mi madre, los de Alicia, los de mi segunda madre llamada Berta. Tampoco hubo en mi hogar privaciones materiales ni pérdida de oportunidades, recuerdo que de adolescente  tenía todo lo que necesitaba y más. Mi padre, por ejemplo, tenía la costumbre de hacerme un regalo al final de cada curso si obtenía buenas calificaciones. Me otorgaba también una suma de dinero por semana para mis gastos corrientes, era una forma -decía  él- de poner en práctica valores como la responsabilidad y la autonomía. Podría culpar a la genética por aquellas sensaciones oscuras que me volvían vulnerable ya que en la rama familiar paterna hubo casos graves de depresión y hasta suicidios, pero estaría lanzando balones fuera del campo. Toda constitución biológica se desenvuelve en un medio que necesariamente la influye y en mi caso dicho medio fue altamente favorable. Por ello, aún no logro explicar por qué mi visión esencial de la existencia siempre ha sido sombría, parecida a la imagen del cielo en un día lluvioso. Miro atrás y lo que ha predominado es una luz tenue que flota sobre un fondo oscuro, una mirada de lo exterior a través de un vidrio esmerilado. La presencia pegajosa de una tristeza inexplicable. 

   
Un mediodía  de comida familiar estábamos todos reunidos en torno a la gran mesa del comedor. Había ravioles de verdura con queso y crema. Si ejercito la memoria veo que  mi madre ocupaba su lugar habitual en la cabecera; mi padre el lado derecho justo enfrente a mi abuela que tenía a su lado a mi hermana. Yo completaba el cuadrilátero irregular sentado del lado derecho. La abuela Alicia, de forma elegante, tal como ella misma era, dirigía la conversación sobre temas anodinos, anecdóticos. Sus modales eran exquisitos, propios del estilo francés que estaba de moda en su época,  aunque sus raíces estaban muy ligadas a la Argentina. Cuando era una niña, a comienzos del siglo XX, había recibido la educación propia de la familia ilustre a la que pertenecía: los Elizalde. Una instrucción plagada de normas para ir por el camino recto e infalible de la vida. Entre sus antepasados, hubo héroes nacionales, ministros de gobierno, médicos prominentes y otros destacados partícipes de la alta sociedad porteña. Se casó joven, a los veintitrés años, con un hombre tranquilo y bueno llamado Miguel Méndez Tronge. Buenísimo según cuentan todos los que lo conocieron. Era médico oculista y fanático de la historia. Se pasó la vida leyendo, en particular libros de batallas navales y guerras. En la larga luna de miel, que habrá durado unos seis meses, visitaron muchas ciudades de la Italia de Mussolini e incluso creo que el Papa Pío XI los recibió en audiencia privada en el Vaticano junto con otras parejas católicas de recién casados. Dentro de una caja de cartón, escondida en lo alto de un armario empotrado, encontré postales correspondientes a ese viaje en las que podían verse monumentos, museos y catedrales de Francia, España, Suiza, Alemania, Bélgica, Holanda. 

 
Alicia no era nada remilgada ni solemne, pero su talante era la expresión fidedigna de la clase social a la que pertenecía. Jamás le escuché hacer uso de una mala palabra, ni levantar la voz en una discusión, lo suyo era el ejercicio sutil de un matriarcado fuerte. Entre los numerosos hijos e hijas fruto del matrimonio, nueve en total, hubo de todo. Desde un psicoanalista agnóstico, experto en Lacan y versado en las filosofías, hasta un oficinista sólo interesado en la prensa deportiva;  desde un dandy, chulo y altivo, hasta un católico conservador  y abnegado. En aquella vieja casa en la que me crie habían circulado ideas, creencias e ideologías de mil colores. Los libros de Nietzsche o Schopenhauer convivían con los de Santo Tomás de Aquino o Escrivá de Balaguer. Mi madre en el medio por edad, pilló un poquito de cada cosa. Católica, apostólica y romana pero casada con un divorciado. De misa cada domingo pero abierta al diálogo interreligioso y a la práctica del yoga o la meditación. Todo un personaje.  


Entre los cuarenta nietos y nietas de Alicia siempre se producía alguna novedad que era objeto de comentario y análisis. Sucesos tales como un nuevo nacimiento, un bautismo, algún cumpleaños, enfermedades, logros, incluso pequeñas desgracias, eran relatados por la abuela con alegría, esperanza, sorpresa o tristeza, según el caso. De esos relatos, también podían extraerse enseñanzas como hay que evitar los extremos o que la mentira, al final, siempre tiene patas cortas. A sus ojos, la familia daba sentido a la vida, pero ésta además encontraba su razón de ser como designio divino.

El mundo, con todo lo que eso incluye, era para ella la creación de un Dios omnipotente, omnisciente y omnipresente. Recuerdo que los tres “omnis” y lo de la Santísima Trinidad yo lo llevaba fatal. Ninguna de las explicaciones de ella me resultaba convincente: -¿Cómo es posible eso de las tres personas en una?- insistía yo.  Para colmo, una señora que se encargaba de la limpieza en nuestra casa era evangelista y solía meterme ideas raras en la cabeza: que la Virgen María no era tal sino que había tenido muchos hijos a los que el mismo Jesús llamaba hermanos, que los sacerdotes no debían interpretar por nosotros las Sagradas Escrituras, que éstas contenían muchas verdades que los católicos habíamos tergiversado. Mi abuela en un principio se mostró tolerante con este pluralismo religioso sobrevenido, pero cuando vio que mis preguntas sediciosas se multiplicaban decidió comunicarle a Fanny, así se llamaba la evangelista, con mucho tacto y delicadeza, que nunca más hablara conmigo sobre estos temas.  Desde su punto de vista los dogmas estaban claros pero convenía no removerlos demasiado.
En aquella comida familiar, aquel aciago mediodía, con los ravioles ya servidos en los platos decidí hacer pública mi apostasía. Tendría catorce o quince años y estaba cansado de no entender, de no poder aliviar mis tribulaciones con nada de lo que me decían sobre Dios y sus mensajes de esperanza. El don de la fe no me había sido obsequiado y las primeras lecturas “prohibidas” ya estaban haciendo mella en la consciencia. “No creo en Dios y no quiero volver nunca más a misa”, fueron mis palabras. A Alicia casi se le atragantó la comida, mi madre se puso muy incómoda por el silencio que se generó y mi padre decidió no intervenir seguramente porque se imaginaba que ese día llegaría. No recuerdo la reacción exacta que tuvo mi hermana, pero no pareció muy sorprendida.
Entre mi abuela y yo fue inevitable que se abriera una brecha. En cada conversación aparecía el tema religioso y siempre confrontábamos. La creyente y el ateo. Ambos permanecimos fieles a nuestras respectivas consignas. Ella muy preocupada por mi deriva y yo preguntándole todo el rato cómo era posible que Dios permitiese tanto sufrimiento en el mundo, ¿acaso no era omnipotente?      
Yo estaba estudiando en la casa de un compañero de la universidad cuando ella murió. Al ver su cadáver dentro de un cajón rompí a llorar como nunca lo había hecho.  Al poco tiempo de ese día, todos en la familia sentimos que algo caducaba, tal vez ese mundo honorable de ayer, más cercano a los antepasados ilustres y al brillo de las tradiciones. Con la desaparición de la matriarca se extinguieron ciertos rituales, como el de la reunión familiar navideña o los cumpleaños multitudinarios en su casa, que sólo tenían sentido cuando ella los presidía. Su muerte también produjo una extendida sensación de desamparo, de orfandad ante las calamidades y pérdida de la brújula. Ella había sido el referente común de la familia,  la madre espiritual que nos escuchaba, nos aconsejaba  y nos consolaba en los dolores. Para mí fue un golpe casi aniquilador. En el plano de las creencias, me quedé solo, sin nadie para hablar de Dios, sin nadie para discutirlo apasionadamente. Después de haber sido formado en el catolicismo durante la niñez, abjurar de él para abrazar el ateísmo en la adolescencia y luego inclinarme hacia el agnosticismo, caí en la cuenta de que Alicia y Dios eran sinónimos para mí. Era ella el Dios con el que me peleaba, al que inquiría y acosaba con mis preguntas. El Dios Alicia que me dejó sin respuestas, justo en la época en que más las necesitaba.
Han pasado muchos años desde 1998 y la imagen de Alicia, la que está en el fondo de mis ojos, se va difuminando lentamente. Cada tanto he vuelto a charlar con ella, le he pedido cosas,  la he regañado por morirse antes de  tiempo (¡antes de conocer a mi hija!) y le he dicho que me cuide, que me siga acompañando por las noches en que regresan los fantasmas  o las peores fantasías de un infierno al final del camino. También le he pedido perdón por mortificarla con mis preguntas metafísicas, por abandonar sus sacramentos y su credo.
Cuando evoco la cara arrugada y sonriente de mi abuela, emborronada por el tiempo, aparece el amor que nos unió y no las disputas por aquel Dios que ahora la acoge entre sus brazos. 

 

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