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Diario de la Gran Manzana

Hay ciudades musicales, inteligentes, ilustradas, apasionadas, oscuras o luminosas, luego está New York. Inefable, dura como el acero, persistente como la roca, nueva Roma y, por lo tanto, eterna. Hipnótica y a la vez hostil. Magnética gracias al cine, pero definitivamente inalcanzable. Babilonia moderna. Meca de la cultura contemporánea. Los Mets, Little Korea, Union Square, Washington Bridge, el Madison Square Garden, el Flatiron Building, Little Ukraine, el Carnegie Hall, los Knicks, Superman, el Lincoln Center, los Yankees, la comida étnica, el NYPD, Times Square, el Hudson, Grand Central Terminal, la Estatua de la Libertad, los hot dogs. Los millonarios, los homeless. Todo en la misma bolsa.

Yo también quería, como Sinatra, “despertarme en la ciudad que nunca duerme”, sentirme como “el rey de la colina, el número uno…”, sin embargo fui una hormiga más. Me faltaron el champagne, la voz, el Rat Pack y la elegancia de los años 50. Durante diez días en camiseta y bermudas, con un promedio de 76°F, caminé, subí, bajé, salté, transpiré la ciudad. “Quedarse parado en una esquina sin esperar a nadie, eso es el Poder”, dijo el poeta Gregory Corso. Fui poderoso, entonces, en New York y también hice algo inédito, tomé apuntes, llevé una especie de diario. A continuación, algunas de sus entradas.

 

3 de agosto: de Newark a Long Island

 

En las proximidades del principal aeropuerto de New Jersey se ve lo mismo que en la presentación de la serie Los Soprano. Paisaje industrial deprimido, contenedores oxidados a la intemperie, camiones circulando por las autopistas y grandes superficies de coches usados en venta.  A lo lejos adivino la silueta de Manhattan minúscula, casi invisible. Como una ciudad de Playmobil.

Los primeros dos días estamos en Long Island. Allí vive un primo hermano de mi mujer que nos recibe junto a su familia en la apacible localidad de Commack. Su amplia casa de dos pisos, jardín trasero con piscina y garaje XXL, sería en cualquier país de Latinoamérica la de un rico pero aquí no se diferencia de las otras en un barrio de clase media acomodada. El césped recién cortado, las flores en relucientes canteros blancos y banderas estadounidenses flameando orgullosas en los porches. El “American Way of Life” en su quintaesencia. Escenario perfecto de la película “Belleza Americana”: Kevin Spacey ejercitando sus bíceps con mancuernas, la adolescente -objeto prohibido de deseo- de melena rubia y ojos azules. Moral de doble rasero. En lo sexual restricciones puritanas pero en una atmósfera de violencia a punto de desatarse, como las tormentas de verano. Cada estadounidense tiene el derecho constitucional a portar armas. Por momentos, se nota la tensión que provocan todas esas Smith & Wesson listas para abrir fuego.  Nuestros anfitriones son buena gente, no tienen armas en casa pero confirman el tópico del sueño americano. Todo ese cuento de la tierra de oportunidades y los premios a los que se esfuerzan por superarse a sí mismos. El primo de mi mujer lo tiene claro, “el banco es dueño de todo y mientras estés en el sistema pagando religiosamente los créditos no vas a tener problemas con la ley”. El inviolable derecho a la propiedad es como la columna vertebral del pueblo americano. Ellos, como muchos miles provenientes de todo el globo, llegaron desde Argentina hace diez años. Ambos con título universitario y muy buen desempeño profesional. Después de muchos  desvelos, fueron pagando las cuotas de la casa, los dos coches, decenas de electrodomésticos, varios  ordenadores. Nos prepararon la habitación en el inmenso “basement” junto a los modelos de ultralivianos que él hace volar los fines de semana.

 

4 de agosto: Long Island

 

La isla es enorme. Tiene como 200 kilómetros de largo y en el extremo oriental se encuentran las fastuosas residencias de Hampton en las que Scott Fitzgerald situó su Gran Gatsby. Nosotros, en cambio, nos movemos por los municipios más modestos de Huntington y West Babylon. Con la familia del primo de mi mujer visitamos algunas playas. Accedemos a las mismas luego de atravesar bosques de acacias, cedros y chopos. La densa vegetación se interrumpe cada tanto con comercios levantados en torno a zonas de aparcamiento. La civilización del automóvil. Todos los tamaños, los colores y formas. La cultura estadounidense rinde culto a los motores, las carrocerías y las llantas. Desde la playa Robert Moses se divisa el exuberante Gilgo State Park. Familias latinas pasan la tarde con apagada alegría. Un fisicoculturista portorriqueño come con las manos pollo frito sobre una caja de cartón. Su novia, mientras tanto, le aprieta los granos de la espalda. Unos mexicanos, más bebidos de la cuenta, juegan a la guerra con bolas de arena mojada. Entre ellos, uno con rostro pendenciero es el líder de la pandilla. El calzoncillo ajustado que retiene los genitales de un obeso, ofrece un espectáculo no apto para gente sensible. Cuando éramos adolescentes mi hermana tenía un libro con fotografías de Diane Arbus. Los personajes que desfilan ante mis ojos parecen escapados de allí. A pesar del calor, nadie se baña. Dicen que los guardavidas han visto tiburones cerca de la orilla. Sobre la superficie del mar, yo no veo ningún movimiento extraño.

Por la noche, ya de vuelta en la tranquila Commack, hacemos una barbacoa de hamburguesas vegetales acompañadas con bagels. De bebida, un vino rosado kosher demasiado dulce para mi gusto. Cuesta un poco acostumbrarse a los nuevos sabores.

 

5 de agosto: primer round con Manhattan

 

Amablemente el primo de mi mujer se ha ofrecido a llevarnos hasta la estación de trenes más cercana. En el camino nos detenemos en la casa natal de Walt Whitman, benemérito padre de la poesía norteamericana, pero el sitio abre más tarde y tenemos prisa. El viaje que nos aguarda es largo y la expectativa es grande. La última vez que estuve por estos pagos, las Torres Gemelas eran los centinelas del Downtown. Si Osama pretendía dejarnos pasmados, lo logró con creces. Si, por el contrario, buscaba atacar el corazón del mundo financiero mundial y herirlo de muerte, apenas le hizo cosquillas. En el hueco que dejó el World Trade Center, levantaron un Monumento Conmemorativo que propone un recorrido a los visitantes. Éste finaliza, como no podía ser de otra manera, en una tienda en la que se puede adquirir todo tipo de souvenirs, camisetas alusivas y variados objetos de merchandising. Todos lamentaron mucho la tragedia terrorista pero el show must go on. La rueda no se detiene nunca, el hámster que la hace girar tampoco. En todo caso, antes del 9-11 el mundo era otro y yo también.

La llegada a Penn Station fue como ingresar a un hormiguero caliente. Nos refugiamos en un Starbucks con aire acondicionado y mobiliario progresista. Dentro del local suena por los altavoces Chester Arthur Burnett, más conocido como Howlin' Wolf. ¡God bless America, por estos bluseros que cantan como si tuvieran el diablo adentro! Me llaman por mi nombre, muy mal pronunciado, para entregarme el “Small Machiato” de 3 dólares con quince céntimos. De acuerdo con la política de la empresa, que hojeo en unos folletos diseñados a todo color, cuando un cliente recibe una bebida se establece una interacción, una conexión, única. Junto con lo de la responsabilidad global, el apoyo a los agricultores y la ética comercial, se trata del mejor chiste que escuché en los últimos tiempos.  En los innumerables pasillos que van hasta los andenes del metro, el olor a comida lo impregna todo. Predomina el de la pizza, mezclada con la esencia de vainilla que llevan los donuts.

En la calle Montague de Brooklyn Heights se encuentra el estudio que hemos alquilado por una semana. La zona, que se extiende hacia el sur del puente de Brooklyn y linda con el East River, se parece a los clásicos barrios londinenses como Hampstead o los alrededores del Regents Park. A pocas calles, se encuentra la casona en cuyo sótano vivió Truman Capote durante la escritura de su novela "Breakfast At Tiffany's". Cerca también está el Palacio Municipal. Una de las mejores vistas panorámicas de Manhattan se obtiene desde la Promenade de Brooklyn Heights. El impacto del primer vistazo es lesivo, como un martillazo en medio de la frente. Otras ciudades que habitan en la memoria, se hunden en la chatura. Recuerdo una canción de Serge Gainsbourg (New York USA, 1964) en la que rendía, al ritmo de percusión africana, su particular y divertido tributo a las moles de hormigón y acero de mayor altitud: “J'ai vu New York, New York USA…Empire State Building, oh¡ c ‘ est haut; Rockefeller Center, oh¡ c ‘ est haut; International Building, oh¡ c ‘ est haut; CBS Building, oh¡ c ‘ est haut; RCA Building, oh¡ c ‘ est haut…”.

Y está claro que producen torticolis de sólo mirarlos y eso que el francés no vio los 541 mts. del One World Trade Center que rompen el cielo del bajo Manhattan.   

 

7 de agosto: Wall St., Battery Park y sus inmediaciones

 

Cruzamos el puente de Brooklyn a pie coincidiendo con miles de turistas que tuvieron la misma genial idea pero van en sentido contrario al nuestro. La entrada a Manhattan por el distrito financiero ofrece un muestrario completo de la variada arquitectura neoyorquina. Algunos de los edificios, como el del City Hall, el Woolworth o el de United States Courthouse, son la escenografía perfecta para Ciudad Gótica. Parece que el  escritor Washington Irving, el de los Cuentos de la Alhambra, fue el primero que empleó el término Gotham City para referirse a Nueva York en su obra satírica "Salgamundi" (1807). En la esquina de la Bolsa de Comercio me encuentro por primera vez con el nombre TRUMP. Luego veré Trump Tower, Trump Building, Trump Plaza. Sí, el que fuera dueño de la torta, Donald para los amigos. El promotor inmobiliario con un gato albino aplastado en la cabeza  y que en todas las fotos aparece sonriendo de manera siniestra como si pensara: “soy malo y me gusta serlo”. Es fácil distinguirlo, al igual que el fundador de Playboy,  siempre está acompañado de alguna rubia escultural que ejerce de nueva esposa.  Por esas calles en las que siempre hay sombra, aparece la anglicana Trinity Church de comienzos del siglo XIX. En su patio está enterrado Alexander Hamilton y como todo cementerio ofrece un remanso de tranquilidad. No obstante,  el ritmo de la ciudad es frenético y nos empuja hacia la otra orilla, la del río Hudson. En Battery Park veo el espectáculo de unos atléticos negros que hacen acrobacias en el aire sin más ayuda que sus brazos y desnudos abdominales. Han logrado juntar una buena cantidad de espectadores, la mayoría son mujeres que miran embelesadas sus musculaturas. A la hora de pasar la gorra, anuncian con guasa: “Obama quiere un cambio, Nosotros el dinero”.

En los distintos muelles se forman colas interminables. Desde Castle Clinton parten las embarcaciones que ofrecen paseos hasta Ellis Island, Liberty Island, donde está la Estatua de la Libertad, y Staten Island. Nuestros amigos Carlos y Silvina, que han pasado largas temporadas en la ciudad, nos pasaron el dato del ferry que ofrece el recorrido gratuito por el que las empresas cobran hasta 18 dólares per cápita. Desde el agua, la vista del puerto y de los rascacielos corta el aliento.  

 

10 de agosto: Little Italy, Chinatown, Lower East Side, East Village, Williamsburg.

 

La gigantesca China se comió a la pequeña Italia, sin embargo un cartel colgado en ambos extremos de la calle Mulberry sigue dando la bienvenida a las supuestas esencias de la península itálica. Un par de restaurantes que sirven manicotti, tres pastelerías, dos pequeños altares improvisados a San Gennaro y se acabó. Eso es Little Italy, el resto de las calles se parece a las imágenes de Beijing o los barrios bajos de Shanghai que muestran en la tele. Sobre la calle Eldrige, además de la primera sinagoga que levantaron en el país los judíos emigrados del este europeo, se encuentran las casas chinas de apuestas. Hacinados en pasillos cochambrosos, un puñado de compatriotas orientales agitan sus brazos con las boletas en las manos frente a unas pequeñas ventanillas rodeadas de tejido metálico. En la acera de estos locales, se forman corros de fumadores empedernidos que salivan sin cesar y ríen con estruendo. En otro callejón, detrás de una vidriera cuelgan del cuello unos patos desplumados. Los olores son desagradables, la basura se acumula en los bordillos y las ratas campan en los baldíos. Se apodera de mí cierta excitación, como si estuviera haciendo algo prohibido: la visita a territorios vedados al turismo. Por las calles deambulan personajes de toda ralea. Tipos que hablan solos, uno que me ofrece cocaína a buen precio, otro que parece estar zumbado luego de la ingesta de alguna droga pesada. En las cercanías de las torres de Alphabet City, veo murales que homenajean a pandilleros caídos en algún enfrentamiento. Sonny con gorra de baseball y un saludo con tres dedos hacia arriba dice desde una pared: “No lloréis, voy a reunirme con Dios y os espero en el cielo”.

En el Este está el agite, es el lado B del “long play”, el “wild side” que Lou Reed nos invitaba a transitar. Allí quedan aún rastros del período previo a Rudy Giuliani, el alcalde que, en su lucha contra el crimen durante los ‘90, puso fin a décadas de peligrosidad callejera. Una mala fama ganada no sólo con hechos sino también por pelis violentas de los ’70, cuya acción transcurría en la ciudad, como Taxi Driver o Marathon Man.  Y es que en New York muchas veces se mezclan la ficción y la realidad. El taxi de color amarillo, las escaleras de incendio por fuera de los edificios, los tanques de agua en las azoteas, el vapor saliendo de las alcantarillas, los carritos de pretzels. Todo eso que vimos en las películas, está allí en vivo y en directo. La ciudad misma se ha convertido en un paisaje alojado en el inconsciente colectivo de millones de personas que jamás la han visitado. La magia del cine, el embrujo de New York.

En los ’60 el East Village solía ser el lugar elegido por los hippies para reunirse y armar sus movidas. Apenas quedan huellas visibles de aquellos años joviales y optimistas. De casualidad me encuentro con el pequeño apartamento en el que vivió Astor Piazzolla con su familia entre 1925 y 1935. De los peligros que acechaban a los vecinos en aquella época, ya no queda ninguno. En St. Mark’s Place 94-96, a pesar de las mutaciones, aún continua en pie el edificio que aparece en la portada del disco Physicall Graffiti (Led Zeppelin, 1975). Para un corazón nostálgico como el mío, este simple hecho provoca alegría. No dura mucho, ya que en pocos minutos constato que el espíritu del barrio ha sucumbido ante un aluvión de “hipsters”. Última encarnación del urbanita fashion. Asiduo a las tiendas vintage, usuario de tecnología retro y fan de la música indie. También de la comida orgánica y el comercio justo. Veo a muchos treintañeros con bigote. Los más osados llevan el mismo que Bill the Butcher (personaje interpretado por Daniel Day-Lewis en "Gangs of New York") y hasta el de Salvador Dalí. Ellas, víctimas de las dictatoriales tendencias, llevan botas verdes de Dr. Martens, micro camiseta de los Ramones y gorra de lana.

En la puerta del deli Katz, a la hora del brunch dominguero, se han congregado diferentes tribus urbanas. Dandis modernos se mezclan con bailarinas burlesque y rockabillies. Todos parecen haber estado anoche en la misma fiesta y haber consumido el mismo tipo de sustancia estupefaciente. Todos parecen albergar un muy alto concepto sobre sí mismos. Yo, que estoy fresco como una lechuga y no tuve mi fiebre del sábado por la noche, los observo desde la acera de enfrente.

Desde que leí “Historias de Nueva York” del genial Enric Gonzalez, tenía ganas de visitar Williamsburg en Brooklyn. Sus recomendaciones de libros, películas o paseos son para mí la Biblia pagana. Dirigí mis pasos por Delancey  hacia el puente Williamsburg y lo crucé por la misma pasarela en que transitan ciclistas y skaters. La mejor forma de terminar el día era ver el atardecer desde la costa enfrentada a Manhattan, lo que no sospechaba eran las dos sorpresas que me aguardaban del otro lado del East River. La primera, Marcy Av. Station. Una estación elevada de la línea Jamaica del metro neoyorquino, un trozo de historia que no ha sucumbido antes los embates que ejercen diferentes agentes de transformación tales como el gobierno, el interés comercial o, más poderoso que ellos, el transcurso mismo del tiempo. Bajo sus entrañas sobrevive un pedazo de ciudad desprolija, caótica y fascinante. Un fotograma cinéfilo que nos transporta al New York de "Serpico" (Sidney Lumet, 1973) o al de "Mean Streets" (M. Scorcese, 1973). La segunda sorpresa  es el gueto de judíos jasídicos que se ha formado en el sur de Williamsburg. No sé si responde a una marginación impuesta por el resto de la sociedad o si se trata de la voluntad de ellos mismos de no mezclarse, pero lo cierto es que caminar por allí es como viajar hasta la Europa oriental del siglo XVIII. Bajo la observación estricta de los preceptos de la Tórah, transcurre la curiosa vida de esta comunidad. Los varones usan sacos largos de color negro y sombreros planos por arriba, forrados de terciopelo. Indiferentes a la estación del año o a la temperatura que haga, se mueven con prisa de un sitio a otro. No se cortan la barba pero sí se dejan crecer  mechones largos de pelo a los lados de la cabeza. Éstos suelen ir peinados en forma de caireles o tirabuzones. Las mujeres usan vestidos largos de color beige o similar, confeccionados con telas modestas y amortiguadas. Llevan la cabeza rapada pero cubierta con pañoletas o pelucas. Entro en una tienda kosher a comprar una bebida y la etiqueta viene escrita en hebreo. Los templos que veo por aquí no se parecen en nada a la lujosa Sinagoga Central de la avenida Lexington con la 55, ni a la espléndida  B'Nai Jeshurun de la 88 y West End Av.

Los judíos que llegaron hace dos siglos a New York, comenzaron viviendo en el sur y en el este de la ciudad, pero a medida que los negocios prosperaron se fueron mudando al norte y al oeste de Manhattan. En Williamsburg se pueden ver grandes solares vacíos que acumulan basura junto al río. Las constructoras no tardarán en levantar edificios y vender pisos por precios siderales. Una plataforma de vecinos junta firmas para que se proteja la refinería de azúcar Domino, la más grande del mundo cuando fue construida en 1882, que se encuentra inactiva desde hace diez años junto al puente de Williamsburg. ¿Quién ganará la partida, los vecinos de Brooklyn o el lobby inmobiliario? 

 

12 de agosto: Greenwich Village, Soho, West Village, Meatpacking District, Chelsea.

 

El capitalismo más ramplón hace rato que se ha apoderado del otrora barrio más interesante de la Gran Manzana. El objetivo era convertirlo en un parque temático ajustado a las necesidades de los turistas, es decir, de los clientes. En el Greenwich Village uno persigue inútilmente el rastro dejado por los Beatniks y por los rockeros que pretendieron vivir rápido y morir jóvenes, aun sabiendo que ya nada de eso existe. Como un detective salvaje de Bolaño, me interno en la calle Bleecker y en sus transversales MacDougal y Thompson. Del Café San Remo, que tenía entre sus habitués a Jackson Pollock, Dylan Thomas, Miles Davis o Gore Vidal, ya sólo queda el recuerdo, mientras que el Minetta Tavern, un comedor barato de los años ‘30 al que iban E. E. Cummings, Hemingway, Eugene O'Neill o Ezra Pound, se ha convertido en un restaurante de la guía Michelin.  El Cafe Wha, que según cuenta la leyenda acogió el debut neoyorquino de Bob Dylan y algunos míticos shows de Hendrix, continúa abriendo sus puertas en la esquina de MacDougal y Minetta St. 

Entre edificios recién pintados y marquesinas de tiendas caras, pululan los espíritus de la Generación Beat: William Burroughs, Gregory Corso, Allen Ginsberg, Jack Kerouac. A éste último, le gustaba mantener romances con las chicas que conocía en el Village y dejó escrito por ahí: “todo lo hacía con esa alegría loca, algo delirante, que uno siente cuando vuelve a Nueva York”.

En Washington Square siempre es posible escuchar buena música por el módico precio de lo que se quiera echar en la gorra. Suena buen jazz,  soul, blues y lo que sea. Los equipos de sonido son pequeños pero sofisticados. Un hombre entrado en años ha puesto alimento para aves sobre su cabeza, hombros y dentro de su propia boca, las palomas lo han cubierto casi por completo en un revoloteo desesperado. Alguien habla de la película “Los Pájaros” de Hitchcock, pero a mí me resulta una escena propia del Infierno de Dante. Los turistas, a lo suyo, disparan una foto detrás de otra. En el sector de las mesas de ajedrez, dónde jugaba Bobby Fischer antes de retirarse a Islandia, hombres con mirada algo torva esperan que se siente algún adversario. Me da la impresión de que no juegan por amor al arte sino por la necesidad de dinero. En los años ’80, Washington Square era el lugar predilecto de los traficantes de droga y de cierta intelectualidad inconformista. En la actualidad, ha cambiado de manera total. Los estudiantes de la NYU, cada uno con su botella de agua en la mano, la transitan a todas horas de este a oeste y de norte a sur. Debajo del arco del triunfo, un joven, con cara de  adolescente, toca temas de Nirvana con su guitarra española. Otro se ha sentado en un banco con una cartulina en la que se puede leer: “¿NECESITA UNA OPINIÓN IMPARCIAL? ¿UN CONSEJO? O, QUIZÁ, ¿SÓLO NECESITA HABLAR CON ALGUIEN? TOME ASIENTO. AVISO: Nos soy un Doctor o Licenciado para ofrecer terapia de ningún tipo. Soy simplemente un hombre honesto. El pago no es requerido, si ud. se siente compelido a dar…dé. anhonestconversation.us”.  Una anciana, con aspecto de vagabunda, proclama a los cuatro vientos la llegada del fin del mundo y los jinetes del apocalipsis. Nadie le presta atención. Un guía turístico japonés, levanta un paraguas cerrado para que la troupe a su cargo se reúna y escuche lo que tiene para contarles. Obedientes, todos miran al mismo tiempo hacia el monumento de Garibaldi.

El Soho, más aburrido que chupar un clavo. Excepto que lo de uno sea el shopping. Las galerías de arte se han mudado a otro barrio. Los últimos bohemios huyeron, vaya uno a saber dónde, espantados por la escalada en los precios del metro cuadrado. A comienzos de los ’70, los escultores y pintores habían sido autorizados a instalarse en viejos espacios industriales convertidos en lofts. Este tipo de viviendas con grandes dimensiones y sin paredes les permitía trabajar y vivir al lado de sus obras. Paulatinamente, el sur de la ciudad se fue convirtiendo en el norte y lo barato en caro. 

El West Village con sus calles angostas, arboladas y sus casas bajas es como un pequeño pueblo tranquilo. Sus tiendas de licores conviven con cafés, librerías, clubs de jazz y teatros. Entre éstos, el Lucille Lortel  o el Cherry Lane demuestran que es posible la vida artística más allá de Broadway y sus grandes producciones. En Christopher St. una buena parte de la comunidad gay ha instalado su cuartel general. En la vidriera de una heladería, Big Gay Ice Cream, han pintado un unicornio de ojos azules y largas pestañas al estilo de My Little Pony. Del cuello del peculiar equino cuelga una guirnalda de flores rosas mientras lame un helado multicolor. Adoro este desparpajo.   

Cansado del “nice and lovely” West, subo por Hudson St. hacia el Meatpacking District. Tengo el ridículo propósito de encontrarme a Lou Reed por la calle. Una entrevista que leí el año pasado decía que se había mudado a este barrio y mi expectativa era verlo paseando su perro o de la mano con Laurie Anderson, su mujer. Ya lo sé, es absurdo. Una vez mi hermana se topó con él. Fue en el cementerio porteño de la Recoleta. Era un sábado soleado del mes de abril y ella se había levantado temprano por la mañana para llevar flores a la tumba de nuestra abuela. Se cumplía, creo, el primer o segundo aniversario de su muerte. El cementerio recién había abierto sus puertas y los pasillos aún estaban desiertos. De repente, a escasos metros de mi hermana apareció un hombre íntegramente vestido de negro, con gafas negras y cámara fotográfica colgando del cuello. Mi hermana, atónita al reconocerlo, se acercó hasta él y sonriendo le extendió temblorosa la mano mientras balbuceaba algo acerca de la admiración o de su show aquella misma noche en Buenos Aires. Lou con un gesto hierático, retribuyó el saludo y apenas despegando los labios murmuró: “God bless you”. Detrás de él, un inmenso guardaespaldas siguió con atención todos los movimientos. Luego de pocos segundos, el músico desapareció como si fuera un espectro. Muchos años después, en la ciudad del rockero, un lunes parcialmente nublado me pasé media hora en la esquina de la 10th Av. y la 14 St. -con mi camiseta de Velvet Underground recién estrenada- esperando su aparición. Desde luego, ésta nunca se produjo. Ni siquiera vi a su mujer o a su perro. Decepcionado, subí las escaleras hacia el High Line para dar el último paseo hacia el hotel Chelsea. Detrás de su fachada de ladrillo rojo, se afincó la bohemia neoyorquina durante toda la segunda parte del siglo XX. Entre sus residentes de larga temporada, estuvieron Tennessee Williams, Dylan Thomas, Leonard Cohen, Thomas Wolfe, Charles Bukowski, William Burroughs, Gregory Corso,  Arthur Miller, Gore Vidal, Allen Ginsberg, Jack Kerouac. También pasaron por allí Patti Smith, Robert Mapplethorpe, Keith Richards, Robert Crumb, Janis Joplin, Willem De Kooning, Jasper Johns, Dee Dee Ramone. El bajista de los Sex Pistols, Sid Vicious, supuestamente asesinó en 1978 a su novia Nancy Spungen en la habitación 100. Siendo ambos alcohólicos y politoxicómanos todo el episodio resultó muy confuso, incluso para la policía. Episodios más felices también tuvieron lugar allí tales como la escritura de"2001: Una odisea en el espacio”, de Arthur C. Clarke, o la filmación de la experimental “Chelsea Girls” dirigida por Andy Warhol en 1966.

 

13 de agosto: Central Park, Upper West Side y Harlem. Epílogo.

 

Último día en NY. Tenía planeado ir hasta Park Slope (Brooklyn)  para encontrarme a Paul Auster por la calle, pero después de la desilusión vivida con Lou Reed cambié de planes. El cansancio por las caminatas se evidencia con ampollas en los pies y un leve agarrotamiento muscular. Un descanso en el Central Park se presenta como la mejor opción. Lo primero, una visita casi obligada al Dakota Building, en  la calle 72 y Central Park West, un hermoso edificio en cuya puerta fue asesinado John Lennon el 8 de diciembre de 1980. Su asesino, un fan con cara regordeta llamado Mark Chapman.  Nos acercamos con mi mujer hasta el Strawberry Fields diseñado por Yoko Ono, dentro del Central Park, para honrar la memoria de su marido. En un mosaico de piedras blancas y negras que pone “Imagine” todos los turistas se ponen en cuclillas para que les hagan una foto. Observé como se repetía la operación una y otra vez, decenas de veces. Con voz muy desafinada y tocando siempre los mismos tres acordes de guitarra, un tipo nos castigó con el repertorio más obvio de los Beatles: “Hey Jude”, “Let it be” “Yesterday” y “I want to hold your hand”.  Antes de que nuestro mal humor fuera en aumento, nos escapamos hacia otro sitio del parque. Sobre una superficie asfaltada, un heterogéneo grupo de personas, por designarlo de alguna manera, patinaba al ritmo de la música disco. Se trata de la hueste del “Central Park Dance Skaters Association”: mujeres mayores disfrazadas de adolescentes, hombres con sobrepeso y peludos, se sacudían de forma desinhibida. Uno de ellos, parecido al actor de cine porno Ron Jeremy, sudaba a mares. En NY nada es excéntrico pero los personajes de esta asociación disparan todos nuestros prejuicios ante lo diferente. Nos dirigimos hacia la fuente y la terraza Bethesda, escenario perfecto de películas. Una que recuerdo, muy mala por cierto, tenía como protagonista a Mel Gibson como propietario de una aerolínea y a Rene Russo en el papel de bella esposa. Ambos tenían un único hijo llamado Sean o John, da igual. La cuestión es que los tres se encuentran en una feria de ciencias en Central Park, justamente en la terraza Bethesda, cuando una banda de malvados secuestra al niño. El final de la película no lo recuerdo, creo que me quedé dormido en el sofá, pero no resulta complicado imaginárselo.

A orillas del lago y cerca del Bow Bridge, todo era tranquilidad y silencio. Un descanso de media hora al sol resultó de lo más reparador. La cuenta regresiva para el final del viaje y las ansias por seguir conociendo lugares nos cargaron tanto las pilas que dimos un par de vueltas alrededor de la enorme masa de agua del Reservoir. Las vistas de las construcciones circundantes son espectaculares. El viejo edificio San Remo con sus torres gemelas me encandiló. La guía dice que Dustin Hoffman y Bono, el de U2, son propietarios allí.  

La próxima parada era Harlem pero antes recorrimos el Riverside Park, pegado al río Hudson, e hicimos una breve visita a la Universidad de Columbia. En este campus, el de Morningside Heights, tuvieron su epicentro las revueltas estudiantiles a finales de los años ’60. Entre sus ex estudiantes estrella se encuentran Obama y otros dos antiguos presidentes de U.S.A. También hubo Premios Nóbel y otros V.I.P.

Lo primero que cambió al entrar en territorios de la Black Nation fue la altura de los edificios, que tiende a ser más baja, y el color de la gente, que se volvió más oscuro. Una barrera invisible separa, a la altura de la 110 st., Harlem del resto de Manhattan. En las inmediaciones del Marcus Garvey Park, un grupo de jóvenes reunidos en una esquina nos clavaron la mirada y gritaron algo que nos resultó incomprensible pero que no se parecía en nada a un mensaje de bienvenida. Más bien, todo lo contrario. Resulta notable la cantidad de templos e iglesias que vemos en nuestra travesía. El más famoso de ellos es la Abyssinian Baptist Church no sólo gracias a su carismático pastor y congresista Adam Clayton Powell (1908-1972), sino también por su vibrante coro góspel para las celebraciones de los domingos. En Harlem proliferan lugares de culto para todos los gustos: la Iglesia Cristiana Manantial de Vida, Iglesia Cristiana “La Hermosa”, Iglesia Pentescostal de Getsemaní, The Blood of Jesus Atlah, Canaan Baptist Church, Most Precious Blood Church, Iglesia Carismática Espíritu de Hermandad. Algunas de éstas funcionan en garajes o cines abandonados.

En los frentes de las casas victorianas se nota la pobreza y la suciedad. Bolsas de supermercado con residuos se acumulan sobre sus entradas con escalera. Las luchas por los derechos civiles de la comunidad negra representaron, en su momento, un avance enorme pero ciertas desigualdades y discriminaciones persisten a pesar de Barack Obama y la primera dama Michelle. Sólo basta echarle un vistazo al sistema carcelario, a las cifras de desempleo o al color de quienes cargan con los trabajos más duros. Las calles y boulevares de la zona llevan los nombres de los líderes reivindicativos: Malcolm X, Martin Luther King, Adam Clayton Powell. Sin embargo, se han cumplido sólo algunos pocos objetivos de los que fueran incluidos, hace más de cuatro décadas, por el partido Pantera Negra en su "Programa de los Diez Puntos".

Uno de los personajes históricos más curiosos vinculados a Harlem fue, sin lugar a dudas, Marcus Garvey. Llegó desde Kingston, Jamaica, en 1916 para impulsar la “Universal Negro Improvement Association” que promovía la solidaridad, el orgullo racial y el retorno a África. Para los rastafaris se trata de una especie de mesías o líder espiritual y a tenor de las llamativas ropas de gala que le gustaba usar da la impresión de que dicha fama no le disgustaba en absoluto. Los más importantes músicos del reggae jamaicano, por ejemplo la banda Burning Spear, le han dedicado canciones e incluso discos enteros. Muchos afroamericanos y caribeños se identificaron con los postulados de su, en ocasiones, extravagante discurso. Las cualidades de orador persuasivo y sus múltiples proyectos comerciales, en especial la empresa naviera Black Star Line, no llegaron a despertar los apoyos masivos que él mismo auguraba.

No queríamos abandonar Harlem, ni tampoco Manhattan pero nuestro vuelo de regreso salía esa misma noche desde Newark y aún teníamos que regresar a Brooklyn a buscar nuestro equipaje. Antes de subir al taxi en la 125 St., vi a los lejos el cartel luminoso del Apollo Theatre. Otra vez será.   

 

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