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Capital de la pérfida Albión

Durante un par de meses, hacia finales del año 2009, estuve viviendo cerca de un cementerio en el este de Londres. Alquilaba una habitación en el nº 72 de Jamaican Road (Mile End). La típica casa inglesa de dos plantas, con backyard al fondo. El dueño, un personaje delicioso, inefable, llamado Clifford Barnes trabajaba como asesor de Nick Clegg, líder del partido liberal, durante la campaña política que les permitiría llegar al poder en el mes de mayo de 2010. Todo gracias a esa extraña alianza de los liberales con los conservadores, liderados por David Cameron.
Clifford estaba casado con una escritora pero no vivían juntos. Emily vivía en Wimbledon y se veían los fines de semana ya que durante los días laborables cada uno estaba metido en lo suyo. Un sencillo ejemplo de cómo funciona el sentido práctico inglés incluso en el amor de pareja. Cuando se encontraban el sábado por la mañana, ambos estaban felices y relajados, a pesar de llevar más de veinte años de casados. Solían ir juntos al estadio a ver los partidos del Arsenal y uno de esos días me invitaron a ir con ellos. Durante el recorrido hasta el Emirates Stadium en el barrio de Highbury, Emily me habló del cementerio de Tower Hamlets como una de las atracciones principales del barrio en el que vivía su marido. En realidad, creo que se refirió a dicho cementerio como una de las pocas cosas que valía la pena visitar en todo Londres. La sugerencia me pareció de lo más original y estrambótica. Emily era una mujer atractiva, menuda y de piel muy blanca. Cabello negro azabache, corto y ropa absolutamente oscura desde los pies a la cabeza. A pesar de aproximarse a la cincuentena, no tenía arrugas. Su piel era tersa y parecía suave al tacto. Hablaba con voz de niña y reía tímidamente, como si por su cabeza pasaran ideas locas, inconfesables.
¿Qué escribiría de lunes a viernes allá sola en Wimbledon? Si lo supe, ahora no lo recuerdo. Tengo grabado en cambio el momento en que se refirió al cementerio. Parecía divertida al ver la expresión de sorpresa en mi cara mientras me recomendaba acercarme para una visita.
En el transcurso de la semana siguiente, fui hasta allí y lo primero que me impresionó es que un lugar así existiese en el Londres del siglo XXI. Se trataba de una especie de pasaje secreto al siglo XIX y a los asesinatos de Jack the Ripper. Después de la primera visita, fue inevitable reincidir. Las fotografías que aparecen acompañando este texto fueron tomadas durante la segunda mañana que pasé por ahí. Nunca me atreví a surcarlo de noche porque la maleza, crecida sin orden ni concierto, y la proliferación desordenada de lápidas parecían el escenario perfecto para vivir una experiencia de terror. Algo vinculado a lo sobrenatural y fuera de las coordenadas usuales de tiempo y espacio. La dulce Emily, con su tono de voz apenas audible, también me habló con igual entusiasmo de otro lugar que debía visitar antes de abandonar Londres. No se trataba de otro cementerio, sino de un teatro.
A pesar de que el distrito de los teatros se encuentra en el Oeste de Londres y más específicamente en el Soho, el Wilton’s Music Hall queda en el Este, calle Graces Alley,  entre la zona de Whitechapel al norte y la zona de Wapping al sur.  Considerado el auditorio más antiguo del mundo aún en pie para el género del music hall, fue famoso durante las décadas de 1850 y`60 por la belleza de su patio de butacas y la utilización de madera de caoba en sus salones. Según cuentan los rumores, aquí tuvo lugar el primer espectáculo de can-can aunque fue rápidamente prohibido. El interior del auditorio se ha mantenido increíblemente intacto a pesar de los numerosos cambios que sufrió en cuanto a su destino. Luego de la muerte de John Wilton, fue adquirido por la Iglesia Metodista en 1885. Durante la primera gran huelga de los estibadores en 1898, allí se sirvieron dos mil comidas al día para los huelguistas. El 4 de octubre de 1936 sirvió como cuartel general para los vecinos del este (judíos, socialistas, anarquistas, irlandeses y comunistas)  que se reunieron para hacer frente a las huestes de la Unión Británica de Fascistas, liderada por Oswald Mosley, en la denominada batalla de la calle Cable. Durante la Segunda Guerra Mundial, el Wilton’s funcionó como refugio para los habitantes de un barrio particularmente castigado por los bombardeos alemanes. En 1956, fue vendido y se convirtió en un almacén. La campaña de Sir John Betjeman, durante 1964, logró convertirlo en un edificio protegido y así se salvó de la demolición.
A un alma aquejada de melancolía es natural que le atraigan los lugares cargados de decadencia y nostalgia. Quizá porque lo primero que se pierde y no se vuelve a hallar es el tiempo. Lo que alguna vez fue nuevo, adquiere un brillo particular por el transcurso de los años, de los siglos, siempre que no sea sometido a un proceso de renovación o rejuvenecimiento. Pienso, inevitablemente, en las viejas ciudades europeas que he conocido: ¿qué tienen de viejas? En su amplísima mayoría, presentan cascos históricos remodelados hasta el punto de parecer absolutamente nuevos. Edificios, palacios, residencias, casas y fortalezas relucientes, aún con las marcas del cemento fresco y con placas o carteles que le cuentan al turista que está viendo, por ejemplo, el palacete renacentista de un importante noble de la ciudad o pueblo que fue figura destacada allá por el siglo XVI o XVII. Puras patrañas. El engañabobos para turistas culturales. Una brutal política de intervención arquitectónica y decorativa en los centros urbanos europeos ha barrido la historia, ha pulverizado lo viejo, ha extirpado la mera posibilidad de tocar un muro de aquella época. Todo se trata de un gran parque temático. La seguridad, el confort, la accesibilidad y la placidez del visitante están por encima de cualquier otro tipo de experiencia que se pueda tener paseando por la “parte vieja” de una ciudad europea. La ruta turística prefijada por sus monumentos se convierte en un recorrido sin sorpresas, todo parece adaptarse al ojo contemporáneo: el ojo de la cámara fotográfica. Se sube el turista a un autobús que le llevará a los 10 lugares más importantes de Budapest. Supongamos que empieza el recorrido a las 9 de la mañana, pues bien para el mediodía ya podrá afirmar con satisfacción que ha conocido la capital de Hungría y nadie podrá discutírselo porque ha tomado 258 fotografías que así lo prueban. En este desolado panorama de ciudades como parques temáticos que reproducen lo que hubo alguna vez y que cada día se parecen más entre sí, aún hay rincones que se resisten a la marea homogeneizadora.  Se trata de lugares decadentes, llenos de nostalgia y hasta podríamos decir tristes. En vez de estar recién pintados, la humedad se deja sentir en sus paredes. El tiempo ha dejado su huella y nadie se ha encargado de hacerla desaparecer. Gracias Emily por las pistas que me diste durante mi estadía. Sin ti, Londres no hubiese sido lo mismo.
A diferencia de otras ciudades europeas que se esmeran por ofrecerle al visitante un área o un conjunto de barrios de carácter histórico en el que se encuentran concentrados los edificios, iglesias, palacios, jardines y monumentos con valor artístico o cultural, la capital del Reino Unido es anárquica, desordenada y caótica. Sus calles están pobladas de edificios de diferentes épocas, que componen un mosaico imposible por lo extravagante. Una iglesia barroca del siglo XVII linda, hacia un lado, con un bloque de hormigón levantado en los años ’50 y, hacia el otro, con un edificio inteligente de estructura etérea cristalizada. Pasear por la City de Londres puede ser toda una experiencia. Los ojos se recrean en cada absurda composición y apenas pueden dar crédito a lo que registran. Londres es el negativo de París. Éste, con sus bulevares en perfecta perspectiva y sus armónicos techos de pizarra al unísono, aquél con su dodecafonismo de texturas interrumpidas en collage. Si el sueño de Georges-Eugène Haussmann fue el París por él renovado, Londres bien podría ser su pesadilla y la de todo funcionario organizador del espacio urbano que tenga por prioridad el orden y la claridad. Una ciudad mordaz como el lenguaje que emplean los ingleses y áspera como su sentido del humor. Una ciudad muy inglesa y a la vez también Babel del segundo milenio. En Londres, todo es posible: la calle Pall Mall, con sus aristocráticos clubes de caballeros, y la Brick Lane, con sus carteles en bengalí y el colorido de los ropajes de sus vecinos provenientes del continente asiático; el frenesí ruidoso de la Bond Street y la calma susurrante de Temple; los callejones del Soho y las enormes amplitudes del Regent’s Park. El perezoso y bello barrio de Marylebone, el rudo y cuadrado Canary Wharf.

En uno de sus cuentos más sutiles y perfectos, J. L. Borges definía a Londres como un laberinto roto. Aprovechando la fuerza de la sintética poesía filosófica borgeana, nos llamamos al silencio, no queda por el momento nada más que agregar sobre la capital de la pérfida Albión.

“Buscas en Roma a Roma ¡oh peregrino!

y en Roma misma a Roma no la hallas […]​

huyó lo que era firme y solamente​

lo fugitivo permanece y dura “.

Francisco de Quevedo, A Roma sepultada en sus ruinas un poco mas sobre ti.

«En el crepúsculo que lentamente caía sobre Londres, anduvimos por los caminos entre los monumentos y mausoleos, cruces de mármol, estelas y obeliscos, urnas panzudas y figuras de ángeles de piedra levantadas en la época victoriana para conmemorar a los queridos difuntos, con frecuencia sin alas o muy dañadas por otros conceptos y precisamente petrificadas en el momento de levantarse del suelo, según me pareció. La mayoría de esos monumentos habían sido privados de su perpendicularidad o quizá derribados por completo por obra de las raíces de los arces que surgían por todas partes. Los sarcófagos cubiertos de líquenes verde pálido, blanco grisáceo, ocre o naranja estaban rotos, las propias tumbas en parte levantadas del suelo, en parte hundidas en él, de forma que se podía creer que un terremoto hubiera sacudido el barrio de los muertos o que éstos, convocados al Juicio Final, habían salido de su morada, trastornando, en su pánico, el buen orden impuesto por nosotros».



W. G. Sebald, Austerlitz.

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