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Baires, la ciudad de la furia

 

En la ciudad fractal

 

Buenos Aires es la ciudad en la que nací y en la que pasé buena parte de mi vida. Seguramente por eso me resulta complicado, y a la vez necesario, escribir sobre ella. Algunas de sus calles forman parte de mis recuerdos fundamentales. Esos que me hacen ser quien soy, los constitutivos de mi identidad. La plaza a la que iba cuando era chico. El salón de fiestas infantiles del barrio. El trayecto por la avenida hasta el colegio. La esquina en la que besé aquella novia. Los viajes en colectivo. Las manifestaciones, los recitales. Toda aquella educación sentimental fundida en fragmentos de geografía porteña.

La ciudad es inmensa, pero mis vivencias se circunscriben al ámbito reducido de sus barrios céntricos: Recoleta, San Telmo, Monserrat, San Cristóbal, Boedo, Almagro, Palermo. Allí conocí la mugre de la polis, la humedad imperecedera y el desvarío nocturno. Con mis amigos nos referíamos a ella como la ciudad de la furia pero en realidad lo que frecuentábamos eran sus zonas más amables e iluminadas. Éramos chicos “bien”, de colegio privado católico, llenos de vitaminas, champú y caprichos. Teníamos las necesidades materiales más que cubiertas y a salvo de vicisitudes o imprevistos. Nuestros problemas, según recuerdo, eran más bien de índole psicológica. Un tipo de conflicto lujoso, se podría decir.

Como todo adolescente que se precie, yo no estaba a gusto con los límites estrechos de la aldea. A mi grupo de amigos, seguramente, le ocurría algo similar. Por ello, buscábamos constantemente motivos para escaparnos, para salir a ver qué pasaba en otros barrios. Nuestras  travesías extramuros en búsqueda de aventuras fueron muchas pero al final de cuentas no eran más que ráfagas de turistas aficionados. Una serie de bautismos de fuego que nunca llegaron a quemarnos. La pasábamos bien, eso sí, pero incorporada la experiencia, ésta pronto se convertía en anécdota. En algún lugar de la memoria, tengo almacenadas varias de ellas.     

Más allá del radio seguro de nuestras zonas, sabíamos que la ciudad se extendía por miles de kilómetros cuadrados, unos dos mil para más precisiones. Luego, el tejido urbano se convertía en campo. Las llanuras, extensas como mares, de la Pampa Húmeda. Grandes áreas del suburbano bonaerense eran, desde luego, tierra inhóspita para nosotros. En particular, desconocíamos la vida de los pobres. Sus realidades sólo nos llegaban deformadas  a través de la TV. Informativos, y programas por el estilo, proclives a presentar al Gran Buenos Aires como si fuera el Far West. El estado de naturaleza hobbesiano. Es un tópico, la sangre vende. El recuento de cadáveres y la crónica policial despiertan el morbo del televidente. Nosotros veíamos  la tele, mucha tele, pero no conocíamos las “villas miserias”. Nombre argentino para los asentamientos de viviendas precarias. Al igual que las “favelas” de Brasil, o las “chabolas” en España,  las villas forman parte de lo que preferimos no ver. Algo así como el monstruo debajo de la cama. Un territorio vedado para gente con nuestras vitaminas, champúes y caprichos. En el imaginario es un lugar de disparos, drogas y zanjas.   

A los urbanistas modernos les gusta hablar de la ciudad fractal o ciudad archipiélago. Eso era Buenos Aires para nosotros, un fragmento de espacio social, económico y cultural de carácter afable. Afuera de esa ínsula, vivían los pobres en condiciones de hacinamiento o los muy ricos encerrados en sus “countries” (clubes de campo o barrios privados cerrados). El acceso a una urbanización de estas características está precedido de varias medidas de seguridad. Algunos de ellos logran alcanzar tal nivel de autonomía respecto del espacio público, que cuentan con sus propias escuelas, supermercados y cines. Los más exclusivos han llegado a crear sus propios lagos artificiales para la práctica del windsurf y otros deportes acuáticos. Otros countries, curiosamente, colindan con las villas miserias. De ahí que se produzca un caleidoscopio de lo más sorprendente: la extrema pobreza y la extrema riqueza son vecinas. Espacios próximos que no dialogan entre sí y que no se miran a la cara.

Luego de una década viviendo en el extranjero, tengo una mirada distinta. Mi cuartel de operaciones en la ciudad está en el “Once”, donde viven mis padres. Hace un siglo los judíos comenzaron a instalarse en esta parte de Balvanera y dejaron su impronta. Con el paso de las décadas, el “Once” llegó a convertirse en la zona comercial más importante de la ciudad. Se abrieron cientos de negocios de venta al por mayor junto con talleres para la confección de telas. A partir de los años 90 llegaron al barrio los peruanos, los bolivianos y los coreanos. Éstos últimos se convirtieron en dueños de muchos locales que estaban cerrados o a punto de la quiebra. Las prácticas culturales y gastronómicas del barrio, en general toda su fisonomía, ha vuelto a mutar por el reciente desembarco de los africanos. Nadie ha sabido decirme de dónde exactamente provienen, pero se dedican todos ellos a la venta ambulante. Los días de semana estas calles se transforman en una Babel bulliciosa y caótica. Los fines de semana, el aspecto del barrio resulta deprimente. Trozos de cartón y plástico se acumulan en el borde de la acera. La humedad desprende un olor intenso y desagradable como si algo se pudriese debajo de nosotros. En el tramo final de la calle Pasteur, vi una fortaleza moderna dotada de cámaras de seguridad en ambas puertas de acceso. Un cubo con pequeñas ventanas rodeado de un recinto de seguridad amurallado que lo aísla del exterior. Donde antes estuvo la AMIA, Asociación Mutual Israelita Argentina, hoy se puede ver un encierro hermético. Fue el centro social más importante de la comunidad judía. En el peor atentado terrorista de la historia nacional, fue volado con una fuerte descarga explosiva en la mañana del 18 de julio de 1994. Murieron ochenta y cinco personas y hubo más de trescientos heridos. En el paisaje del barrio sólo han quedado restos inmateriales del horror, también alguna placa que hace referencia a las víctimas.

Una tarde me bajé del tren en la estación de Belgrano “R”. Constaté inmediatamente  la distancia que existe entre las diferentes “islas” que componen este rompecabezas llamado Baires. Me perdí entre calles de ostentosas casas con jardín. Algunas de estilo normando, otras inglesas, eclécticas, racionalistas, pero la arquitectura nos puede inducir a engaño. Lo que parecía una zona residencial de Zurich o Londres, de repente se convirtió en una capital latinoamericana. Dando la vuelta en una esquina ochavada, cruzó ante mis ojos la indigencia de un grupo nutrido de viandantes. Eran “cartoneros”, los que viven de la basura. Un drama que se desenvuelve en silencio y cuya escenografía se divide en dos mitades. Desde la calle, las ligustrinas me impedían ver los detalles de la vida costosa que llevan los ricos, sus aparatosos muebles de jardín y sus camionetas 4x4 resguardadas en espaciosos garajes. En la otra mitad, sobre el asfalto, transitaban los cartoneros. Humanidades con ropa raída, calzado agujereado y sonrisa de diente podrido.  Los perdedores del juego.

 

En la Buenos Aires que quiso ser París

 

Villa Ocampo, luego de la muerte de su dueña Victoria, sufrió el abandono hasta hundirse en un estado deplorable. La humedad, siempre acosando desde el vecino Río de la Plata, hizo estragos en la abundante madera de los suelos y estuvo a punto de arruinar la célebre biblioteca con sus cerca de 12.000 libros. Goteras, suciedad, olor a pis de gato y encierro, paredes descascaradas. Eso es lo que se encontraron los de la UNESCO cuando se pusieron manos a la obra con la gestión y remodelación de la antigua casona. La convirtieron en un centro cultural. Todo nuevo, el piso pulido, los muros pintados y la fachada del frente que en la actualidad resplandece por los trazos aún frescos de pintura. Fue una remodelación completa. La sensación que uno tiene al llegar allí  es la de estar en un sitio completamente nuevo, construido el mes pasado. El aura ha sido aplastada. Por suerte, los de la UNESCO le han perdonado la vida al jardín de 10.500 metros cuadrados y todavía subsisten allí enormes y antiguos ombúes, robles, paraísos y araucarias. También eucalyptus, magnolias, jazmines y una gardenia thumbergia que era la predilecta de Victoria, según cuenta el folleto informativo redactado para los visitantes.

Recuerdo que me impresionó la armonía de la escalinata imperial de la casa que sirve de conexión entre la galería trasera y el jardín que baja hacia el río. En el centro una fuente circular de bronce, hacia la izquierda una estatua de mármol con la figura de una mujer. Sus manos hacia abajo, perpendiculares al cuerpo, transmitían parsimonia, sin embargo su rostro parecía cautivo de un sentimiento secreto. Algo en la naturaleza femenina se resiste a ser aprehendido, incluso cuando adquiere la forma de la piedra.  

El jardín de Villa Ocampo se extendía en barranca, la vegetación se hacía más tupida a medida que iba descendiendo por el camino de grava. Sin saber hacia dónde exactamente me dirigía, estaba ingresando en una suerte de túnel vegetal que se interrumpió abruptamente por la presencia del hierro forjado, oxidado de un portón. Se trataba del antiguo acceso para carruajes, hoy interrumpido por una calle. A la izquierda del portón se extendía una pared cubierta de maleza, a la derecha todo era árboles añosos. Había llegado al límite perimetral de la finca. Del otro lado, el rumor de un motor cuando crecen sus revoluciones por minuto. Dos segundos más tarde, el sonido seco de una frenada sobre el asfalto. Bastaron esos dos sonidos para sacarme de mis pensamientos, para recordarme que el centro cultural tenía un horario de visita y que éste estaba a punto de expirar. Mientras subía lentamente la pendiente que conduce a la parte alta del jardín, fantaseé con la posibilidad de esconderme, de permanecer allí hasta que todos se fueran, visitantes, empleados de la UNESCO y guardias de seguridad. Cuando todo estuviera en silencio, saldría de mi escondite, entraría a la casa por una ventana, iría hasta la biblioteca de Victoria en puntas de pie y, una vez allí, robaría esos tres libros que un par de horas antes había visto dentro de una vitrina. La edición del primer poemario de Borges, Fervor de Buenos Aires, la edición original del Manifiesto Surrealista de 1924 y la dedicatoria con dibujo de Rafael Alberti en el libro Sobre los ángeles. Como Prometeo que robó el fuego a los dioses, yo robaría esos tres hermosos libros a la diosa de la literatura pampeana. De más está decir que salí de allí con las manos vacías.  

El Bajo, la zona de Retiro, es mi lugar preferido de la ciudad. Por Paseo Colón y Leandro N. Alem anduvo el dramaturgo Eugene O’Neill a comienzos del siglo XX, cuando era un vagabundo, y treinta años antes de recibir el Nobel de Literatura. Sus cartas hablaban de un lugar desolado, descarnado. Sitio legendario de bohemios, estibadores, marineros y prostitutas. La mala vida, riñas entre borrachos, basura y pescado pestilente. Un rincón decadente de la ciudad, orilla de atmósfera portuaria y bruma etérea. Nave de los locos a la deriva. El enorme edificio de la estación ferroviaria, testigo mudo de lo que ocurre todos los días en sus entrañas, fue construido en aquellos años siguiendo el modelo parisino de la Gare de l'Est. La cafetería principal fue reacondicionada, después del escandaloso proceso de privatizaciones hace veinte años, a partir de su mobiliario y estructura original. Se nota la nobleza de los materiales. Arañas de bronce art decó, revestimiento de madera en las paredes, molduras con motivos florales en columnas de gran diámetro.

Una noche de llovizna, con la Torre de los Ingleses como único centinela, vi la mole del edificio Kavanagh igual que el Titanic hundiéndose en el océano. Ciento veinte metros de hormigón iluminados emergían desde la oscuridad densa que generaban los gomeros, tilos y sauces amontonados en ese extremo de la Plaza San Martín. En las calles aledañas no quedaban transeúntes. Alrededor del parque en su parte más elevada, me acerqué al Palacio Paz y al Anchorena. Monumentales residencias de las viejas familias aristocráticas inspiradas en el Louvre y en el Castillo de Chantilly. En la primera de ellas funciona actualmente el Círculo Militar, mientras que en la otra tiene sus dependencias el Ministerio de Relaciones Exteriores.

Barranca abajo, las estructuras metálicas de los puestos de venta ambulante, desprovistas de sus toldos, tenían algo de funestas. Bajo el techo de un quiosco de revistas, una estampa terrible. Tres chicos de entre diez y doce años devorados por la noche. Uno de ellos aspiraba pegamento con una bolsa de polietileno. Otro se había tumbado en el suelo mojado con los ojos cerrados y estaba inmóvil. Parecía muerto. El tercero me miraba fijamente mientras iba pasando frente a ellos. Parecía que iba a decirme algo pero se quedó callado. Las pupilas dilatadas, la boca entreabierta, la melena pegoteada. El estudio filosófico de las formas del mal metafísico, al que dediqué varios años, me pareció en aquel momento una reverenda pendejada.

En el Diario de Witold Gombrowicz leí su relato de una invitación a la casa de Silvina Ocampo a la que también asistieron Borges y Bioy Casares. Un encuentro tenso, lleno de incomodidad y silencios prolongados. Según contaron los testigos, el escritor polaco sólo masculló unos monosílabos en francés a lo largo de toda la cena. En los veinticinco años que vivió en Buenos Aires, nunca formó parte del canon literario oficial dictado por el grupo de la revista Sur, ocupando más bien un lugar marginal. Habitaciones de pensión, como la de la calle Venezuela 615, y mesas de confitería de trasnoche en las que jugaba al ajedrez o traducía, con la ayuda de amigos, su novela “Ferdydurke”. Se jactaba de no haber ido nunca a rendir pleitesía a Victoria Ocampo en su mini Versalles de San Isidro. En una entrada del mencionado  Diario afirmaba: «dejando a un lado las dificultades técnicas, mi español torpe y los defectos de pronunciación de Borges -que hablaba de prisa y de una manera incomprensible-, dejando a un lado la impaciencia, el orgullo y la rabia que eran consecuencia de mi doloroso exotismo y rigidez entre extraños, ¿cuáles eran las posibilidades de entendimiento entre aquella Argentina intelectual, estetizante y filosofante, y yo? A mí encantaba la oscuridad de Retiro; a ellos, las luces de París».

Aquella misma noche, sobre la avenida del Libertador circulaban pocos coches y algún que otro colectivo semivacío. La lluvia había cesado. Hacia el sur, se asomaban los rascacielos de la City porteña. De las descripciones de Eugene O’Neill no ha quedado nada, han pasado a ser parte de la memoria. La zona fue conquistada por oficinistas, organismos del Gobierno y Puerto Madero. Un injerto urbano pretencioso que nació, durante la década de 1990, al calor de la especulación inmobiliaria. Un engendro absurdo que imita el estilo arquitectónico de Miami. Ejemplo de un esnobismo fluorescente. Lofts ultramodernos sobre agua putrefacta y estancada.

 

En Villa Caraza

 

Javier es médico pediatra, cronista, viajero, sanador y unas cuantas cosas más. Con su alma inquieta y la mochila al hombro, ha recorrido la Argentina de norte a sur. También Bolivia, Perú, Chile y Paraguay. Ha estado en el Impenetrable chaqueño ejerciendo la medicina y curando a los wichis, los más olvidados entre los olvidados. Su afición al montañismo y su amor por la naturaleza lo han llevado muchas veces a la cordillera de los Andes. Patagónico él por nacimiento, no teme al viento ni al frío. Tampoco al silencio. Creo que le gusta más escuchar que hablar, por eso es tan buen cronista. Su búsqueda del confín interior lo condujo, hace ya algunos años, a la práctica del yoga, la meditación y la alimentación consciente. Sobre ciertas experiencias que tuvo en el Amazonas con las plantas sagradas o en la India con técnicas de respiración nunca hablamos demasiado. Intuyo que la iluminación mística y el contacto con lo trascendental no tienen traducción a ninguna lengua. De todas formas en su mirada algo se descubre, también en la sonrisa que se le dibuja ante algunas de mis preguntas. Es un hombre pleno que cuida no sólo a sus amigos y a su familia sino también a su entorno e incluso a extraños. Cuando se tiene la suerte de encontrar a este tipo de personas, uno debe hacer lo posible por contagiarse.

Una mañana de agosto, Javier me hizo una propuesta singular. Me preguntó si me interesaría acompañarlo a una visita médica en la villa. Allí tiene a un paciente de un año y medio. Se llama Hugo y vive en Villa Caraza, Partido de Lanús. Padece el síndrome de Ohtahara, una enfermedad que no tiene cura. Javier, especialista en enfermedades terminales, le ofrece cuidados paliativos. Un conjunto de atenciones y tratamientos que no pueden retrasar la muerte ni adelantarla pero que cumplen con el objetivo de mejorar la calidad de vida y atenuar el dolor. De esta forma,  el médico se implica en un sistema de apoyo integral no sólo para el paciente sino también para su familia. No es un trabajo para cualquiera. Si la práctica de los cuidados paliativos ya de por sí resulta compleja, cuesta imaginar en lo que se convierte cuando los pacientes son niños y además viven en permanente situación de vulnerabilidad.  

Luego de informarme mínimamente acerca de las condiciones de seguridad, le dije a Javier que lo acompañaría. Era obvio que uno no va de paseo a la villa, como si fuera al zoológico o a un picnic en el bosque. A veces pienso que el afán por conocer cosas nuevas, me llevará algún día a apuntarme a un bombardeo. En cualquier caso, la curiosidad pudo más que el miedo y tampoco se trataba de convertirme en corresponsal de guerra. Para visitar una villa, lo primero que necesitas es una suerte de salvoconducto. Alguien que conozca el terreno y sus habitantes, pero sobre todo que esté familiarizado con los códigos internos. Entre ellos, el primordial es la solicitud a los cabecillas de un “permiso de acceso”. Sin el visto bueno de éstos, la integridad física del visitante no queda asegurada en absoluto. Nuestro guía y a la vez protector se llamó Omar. Trabaja como empleado en la misma obra social que Javier pero haciendo traslados de medicamentos y otras tareas similares. Es un hombre fornido y de baja estatura. Dicharachero y algo propenso a la verborragia. Apenas montados en su utilitario empezó a hacer chistes acerca de lo que íbamos a ver. Haciéndose pasar por un agente inmobiliario, me dijo que tendría que elegir entre un chalet de trescientos metros cuadrados o una mansión con amplias vistas. Ambos, por supuesto, situados en plena Villa Caraza. Festejé brevemente sus ocurrencias pero mi mente volaba con imaginaciones de todo tipo sobre la villa.

El trayecto se hacía largo. La voz de Omar se perdía como un rumor de fondo mientras yo miraba por la ventana del coche. Un cartel publicitario anunciaba que «EL GOBIERNO DE LA NACIÓN TRABAJA PARA USTED Y POR USTED», en otro aparecía la imagen de una mujer en ropa interior, más allá vi uno de telefonía que afirmaba «LA VIDA ESTA BUENA CUANDO PODES HACER DOS COSAS A LA VEZ. VIVÍ SIN BARRERAS, SORPRENDETE. NUEVO LG OPTIMUS G». Detrás de los armazones metálicos, las dimensiones elefantiásicas de Buenos Aires. La big ballena blanca recostada sobre el Río de la Plata. A mi derecha fueron pasando avenidas y calles infinitas. Algunas supongo que conducirían a remotas localidades como Lomas de Zamora, Lugano, Soldati, Gregorio de Laferrere o Ciudad Evita. Nosotros nos dirigíamos hacia el oeste no lejos de Villa Fiorito, famosa porque de allí salió Diego Armando Maradona. A medida que nos aproximábamos, el paisaje iba cambiando. Las edificaciones tenían menor altura, las huellas del urbanismo se dispersaban y las infraestructuras básicas brillaban por su ausencia. La avenida Sáenz, que atraviesa el barrio de Pompeya, nos condujo hasta el neocolonial Puente Alsina. Inaugurado en 1938, en reemplazo del viejo puente que cruzaba el Riachuelo, sirve como límite entre la ciudad y la provincia. En las aguas del contaminado río, que corren paralelas al camino que transitamos, vimos un cadáver flotando. En la orilla más cercana unos policías charlaban tendidamente con un par de bomberos. No parecían tener ninguna prisa por retirar el cuerpo. Del otro lado de la masa oscura de agua, un conjunto de fábricas abandonadas. Cerramos todas las ventanas del coche porque nos invadía un hedor nauseabundo.

La entrada a la villa se produjo sin mayores transiciones.  Dejamos atrás unos terrenos en los que se anunciaba la próxima construcción de un barrio de vivienda social  y aparecieron las primeras láminas de metal. Ya no hubo más asfalto y comenzó la tierra. Me impresionó la cantidad de basura acumulada en el frente de las precarias casillas. Al ver mi cara de desconcierto, Omar me explicó que muchas familias subsisten gracias a la venta de chatarra pero que los días posteriores a una lluvia se retrasaba su venta. Esperando la llegada de un clima mejor, las piezas se oxidan a la intemperie.  En algunos tramos del camino que recorría la villa, los baches llenos de agua pusieron a prueba la amortiguación y tracción del vehículo. Recordé el “Camel Trophy”,  aquella competencia anual para camionetas Land Rover que se desarrollaba en los lugares más inhóspitos del planeta. Estábamos a veinte minutos del centro de Buenos Aires, pero nos sacudíamos como en la selva de Borneo, La isla de Java o Sumatra.

 A pesar de las bajas temperaturas de aquella tarde, unos chicos jugaban descalzos y en camiseta. Otros, mientras tanto, correteaban tras una pelota improvisada entre materiales de obra abandonados y mobiliario hundido en el barro. La irregularidad del trazado y los pasillos que se forman entre las viviendas escapaban de la cuadrícula característica de los asentamientos urbanos en Argentina. En una de las pocas paredes de ladrillo que vi, un cartel anunciaba próximas noches de cumbia: “LAS CULISUELTAS EN VIVO. GRUPO LOS TURROS. GRUPO TRINIDAD. GRUPO JACKITA. Damas gratis hasta las 0.00 hrs. Caballeros, 15 $ con una consumición”.   

Al llegar a lo de Hugo, pensé por un momento en permanecer en el coche hasta que Javier terminase la visita, pero tanto él como Omar me sugirieron acompañarles. Unos jóvenes, con aspecto de barrabravas,  comenzaron a seguir nuestros movimientos desde una esquina. Antes de entrar en la casa, escuché que nos gritaban algo que me resultó incomprensible. La madre del paciente, de tez morena y cabellera azabache, nos esperaba en un pequeño patio pegado a la habitación principal. La única de la vivienda construida con cemento. Dentro de la misma estaba la cama de Hugo, el respirador artificial y dos bombonas de oxígeno. Sobre una mesa junto a la ventana había esparadrapo, vendas, agua oxigenada y múltiples cajas con medicamentos. Por el suelo, algunos paquetes con pañales y otros enseres. Yo permanecí junto a la puerta, intentando molestar lo menos posible. Al ver al niño inmóvil, tan pequeño y con sus ojos cerrados, sentí un nudo en la garganta. Le habían practicado una traqueotomía al poco tiempo de nacer. Su pecho subía y bajaba a un ritmo pausado. Sobre la cabecera de la cama, había dos osos de peluche y unas fotos del día en que festejaron su cumpleaños. En una de ellas, aparecía Hugo en el centro rodeado por sus cuatro hermanos.

Las dificultades para respirar y el pobre reflejo al tragar, típicos síntomas del síndrome de Ohtahara, suelen provocar infecciones pulmonares. A pesar de la poca esperanza de vida, su madre no estaba dispuesta a bajar los brazos. Con una delicadeza extrema acariciaba la frente de su hijo, mientras Javier lo auscultaba. Dada la severidad de esta enfermedad, son muy pocos los niños que alcanzan a sobrevivir. Luego de algunas maniobras practicadas en el cuerpo del nene, con el propósito de mejorar sus habilidades motoras, llegó el momento de despedirnos. Javier dio las últimas instrucciones a la madre mientras nos dirigíamos al coche. Omar sacó unos medicamentos para entregárselos al hermano mayor de Hugo. Casi sin darnos cuenta, Villa Caraza quedó a nuestras espaldas.

De regreso al centro, pensaba en las innumerables Buenos Aires que coexisten. La de mi recuerdo y la que redescubro cada vez que voy de visita. Pensaba también en las fronteras invisibles que un médico me ayudó a cruzar.

André Malraux se refirió una vez ella como “la capital de un imperio que nunca existió”. Quien haya caminado alguna vez por esta ciudad sabrá que tiene rincones únicos salpicados por diferentes barrios. La melancolía de efluvios rioplatenses, la cultura intelectual de sus librerías y las influencias europeas se mezclan con condimento sudamericano, fervor futbolístico extremo y marginalidad. Alfredo Le Pera le puso letra y Carlos Gardel lo cantó: “Hoy que la suerte quiere que te vuelva a ver, ciudad porteña de mi único querer, y oigo la queja de un bandoneón, dentro del pecho pide rienda el corazón”. Ese es mi Buenos Aires querido. 


 

 

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