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El Bloomsbury latino

La residencia vacacional de la aristocrática familia Ocampo, en la localidad bonaerense de San Isidro, fue una especie de sucursal del Círculo de Bloomsbury en Latinoamérica. A partir de la década de 1940, la mansión se convirtió en el domicilio estable de Victoria Ocampo y en el lugar de reunión de algunos de los intelectuales, artistas y escritores más importantes del siglo XX. La mayor de las Ocampo, escritora al igual que su h​ermana Silvina, recibió allí las visitas de  Graham Greene, Albert Camus, André Malraux, Aldous Huxley, Le Corbusier, Octavio Paz, Gabriela Mistral, Pablo Neruda, Maurice Ravel, Walter Gropius o el poeta bengalí Rabindranath ​Tagore. Desde comienzos de los años ’30, con la fundación de la editorial y revista Sur, Victoria Ocampo se había convertido en la promotora y artífice de un proyecto cultural-intelectual que congregó a las plumas de Oliverio Girondo, Eduardo Mallea, Bioy Casares, Jorge Luis Borges y José Ortega y Gasset, entre muchos otros.
Mientras Europa se embarcaba en una larga noche de fascismo y guerra, Victoria mantenía en alto el estandarte de las humanidades y las artes de raigambre ilustrada. Desafiaba también así la condena geográfica del país, periférico-sureño, en el que había nacido. Muy lejos de Londres y de París, a muchos días de viaje en barco de las grandes metrópolis civilizadas, ​Ocampo inauguraba su particular Bloomsbury latino. La cultura europea era for export y en la Villa Ocampo también era posible tomar el té de las “five o’clock” o beber el champagne bien frío mientras se platicaba de ideologías, vanguardias literarias, pintura, teatro y religiones.

La Argentina era un país enorme, en el que tremendas fuerzas contrapuestas se debatían a m​uerte por asumir la dirección del destino nacional. En un rincón del cuadrilátero, Juan Domingo Perón y en el otro, los terratenientes y dueños de las vaquitas (ya lo había dicho Atahualpa Yupanqui, “las penas son de nosotros, las vaquitas son ajenas”).
El líder populista, Pocho para los amigos, apoyado por la clase trabajadora, los obreros, peones rurales y el personal doméstico (un eufemismo para designar a las mucamas), quería dar vuelta la tortilla, sacar de abajo a los de abajo poniendo todo patas para arriba. Con Perón y Evita había llegado la hora de la dignificación del pueblo, aunque también de su adoctrinamiento. La oposición antiperonista, los que serán llamados gorilas, representada por los miembros más ilustres de las familias patricias-oligárquicas, se encontraba inquieta, impaciente como un animal feroz agazapado. Habían dejado de tener la sartén por el mango. A mediados de los ’50, no tendrán reparos en recurrir a los cuarteles para reinstaurar el ancien régime: la Argentina del modelo anglo-agroexportador. El famoso granero del mundo, el milagro de la llanura pampeana, la fiesta de la Sociedad Rural Argentina.

Nostálgicos  de aquel Buenos Aires de comienzos de siglo en el que el barrio de Recoleta era una extensión del XVIe arrondissement parisino, los Ocampo, los Anchorena, los Casares, los Álzaga, los Quintana, los Alvear, los Bullrich, parapetados en sus palacetes o en el Jockey Club, miraban consternados la irrupción del aluvión zoológico de los cabecitas negras. La chusma, los grasas, la plebe de los morochos descamisados estaba pisoteando todo el jardín, no tenían modales y se comían las eses (no las heces). Y encima Evita tenía el descaro de usar esos tapados de visón, esos vestidos diseñados por Christian Dior: pero ¿quién se ha creído la mersa ésta? Era previsible. Buenos Aires nunca fue París. Soñó con que podría llegar a serlo, pero se despertó una mañana y al mirarse en el espejo del baño no pudo reconocerse más. Buenos Aires siempre ha estado en Latinoamérica y, como decía Roberto Bolaño, ésta es el manicomio de Europa. Un manicomio en el que Victoria Ocampo jugaba a ser la Virginia Woolf del Bloomsbury  porteño.

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